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Democracia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Incertidumbre y democracia

Si algo define a una democracia funcional es la incertidumbre, la imposibilidad de tener certeza sobre los resultados futuros debido a la complejidad de las dinámicas de competencia política

Un votante en Bogotá, el 29 de octubre de 2023.

Colombia parece no ser consciente del enorme patrimonio político democrático que tiene en sus manos en este momento. En 2022, llegó al poder un proyecto de cambio político de gran escala. ¿El socialismo del siglo XXI? ¿El castrochavismo? No, nada tan radical. Llegó al poder una coalición de izquierda democrática y civil. Porque, diga lo que se diga, es esa coalición la que gobierna a Colombia ahora. ¿Una coalición con muchas incoherencias, problemas, y disputas sobre sus propios límites existenciales como proyecto alternativo? Sí, sin duda. Pero eso no le quita su carácter democrático y civil.

Eso es algo que merece ser celebrado, puesto que era algo que en Colombia era inevitable que pasara, tarde o temprano. Y era, además, algo que se veía venir desde que se acercaba la firma del acuerdo de paz con las FARC en 2016. Con la desmovilización de la guerrilla más grande que, de lejos, ha tenido Colombia, a las fuerzas de la izquierda democrática se les abrió una tremenda ventana de oportunidad para movilizarse —después de décadas de organización, lucha y, hay que decirlo, en muchas ocasiones: resistencia—, y lograr la conquista del poder nacional.

Esto, por supuesto, no ocurrió de un día para otro ni únicamente después del acuerdo de paz. Para no devolvernos hacia el siglo pasado —que cerró con hechos como el exterminio físico de amplísimos sectores de la izquierda civil, no hay que olvidarlo—, basta señalar que ya en la década del 2000 la izquierda empezó a jugar un rol creciente en la vida política nacional y subnacional. Lucho Garzón fue candidato a la Presidencia en 2002 y el primer alcalde de izquierda de Bogotá en 2003; Carlos Gaviria le arrebató el segundo lugar en las elecciones presidenciales de 2006 a Horacio Serpa, el entonces (y el eterno) candidato liberal de aquellos tiempos. Hubo, también, cómo no, grandes metidas de pata en estos años, como la Alcaldía de Samuel Moreno. Así como ha habido metidas de pata de otros proyectos políticos del país, si uno hace un poquito de memoria.

El punto, en todo caso, es que la izquierda democrática llegó al poder nacional con el proyecto de gobierno encabezado por el presidente Gustavo Petro. Un proyecto con el que uno puede estar en desacuerdo, sí. Pero no un proyecto antidemocrático. Un proyecto de reformas sociales, políticas, económicas, como cabría esperar de un proyecto que, no por casualidad, se define como reformista. Reformas convenientes o inconvenientes, esa es otra discusión, pero reformas que, en una democracia, merecen ser objeto de una amplia deliberación pública.

Un presidente que nos puede parecer —a mí me lo parece— un representante mediocre de dicho proyecto. Pero no un presidente antidemocrático. Tiene, por así decirlo, excesos discursivos tremendos. Excesos que rayan en las zonas grises del civismo y el institucionalismo liberal, es cierto. Pero es que no debemos olvidar que Petro encarna un proyecto político-constitucional radical-republicano cuya bandera central es la promoción del autogobierno colectivo mediante la participación permanente de los ciudadanos en la vida pública, algo que a muchos puede no gustarles, pero que, como señalé en otro texto, no es incompatible con la filosofía política subyacente a la Constitución de 1991. Y, pienso yo, es una persona problemática que carece de muchas virtudes cívicas republicanas, de las virtudes de un buen gobernante. Petro es, humano, “demasiado humano”, dirían algunos. Pero ya es claro que no intentará reelegirse (a estas alturas sería imposible lograrlo, incluso si pusiera todas sus energías en ello) y que opera dentro de los límites del sistema político, a veces con sacudones, pero respetándolos.

Por ello, insisto, el proyecto que representa este Gobierno no es un proyecto antidemocrático. La mejor prueba de ello es que hoy, a un año y unos pocos meses de las elecciones presidenciales de 2026, de verdad no tenemos ni idea de cuál de los distintos proyectos políticos del país va a quedarse con la Presidencia.

Es evidente que la coalición de izquierda en el poder quiere repetir triunfo, como lo quiere y ha querido siempre cualquier proyecto político que haya llegado al poder. Y aunque no la tiene imposible, tampoco la tiene fácil. También es evidente que la derecha y el centro quieren, cada una por su lado, ser Gobierno. Y, al igual que con el grupo en el poder, no la tienen imposible, pero tampoco fácil. La verdad es que ni siquiera nos atrevemos a intentar predecir cómo se delimitarán las alineaciones electorales entre todos estos proyectos, qué candidatos y candidatas competirán, quiénes saldrán ganando y quiénes perdiendo.

Mucha incertidumbre. Lo cual, claro está, es una buena señal. Porque si algo define a una democracia funcional es la incertidumbre, la imposibilidad de tener certeza sobre los resultados futuros debido a la complejidad de las dinámicas de competencia política vigorosa propias de una democracia vibrante. Este es el patrimonio democrático que hemos construido como país y que debemos cuidar y, ojalá, mejorar. Buscando acuerdos en medio de nuestros desacuerdos, preservando siempre el terreno democrático ganado.

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