‘Cartier’: una exposición recoge años de quilates, historia y emociones
La 44ª muestra de la firma, recién inaugurada en el Victoria & Albert de Londres, reúne 360 testigos de su legado sus joyas, relojes, objetos, documentos y bocetos

En una orrería, al menos desde que Copérnico entró en escena allá por 1543, el sol se erige en el centro y el resto de los planetas gira a su alrededor. En la primera vitrina con la que uno se encuentra cuando cruza las puertas de la exposición Cartier (hasta el 16 de noviembre en el Victoria & Albert de Londres), el centro del universo lo ocupa la tiara Mánchester. Una diadema de oro, plata y algo más de 1.400 diamantes que Consuelo Yznaga, americana de nacimiento y duquesa por matrimonio —se casó con George Montagu, futuro octavo duque de Mánchester, en una de aquellas por entonces habituales uniones de conveniencia: ella, princesa dólar, ponía la fortuna; él, bucanero, el título—, encargó a Cartier en 1903 e, in lieu del impuesto de sucesiones a la muerte del duodécimo duque, en 2007, terminó en las arcas británicas, y de ahí, en la colección del Museo Victoria & Albert. Por cierto, una de las más extensas.
“En la década en la que se creó, Cartier, que entonces operaba solo en París, abriría en Londres y Nueva York. La tiara Mánchester representa esos tres templos: habla de saber hacer, de aristocracia, de clientela internacional”, cuenta Rachel Garrahan, comisaria de la exposición mano a mano con Helen Molesworth. Arrancar con ella e instalarla en el centro de la sala, en el lugar que ocuparía el sol, con un haz dando vueltas lentamente en torno a ella, es definitorio. “Es una inversión de la ciencia”, dice Asif Khan, encargado de diseñar la muestra. Intencionada. El arquitecto londinense —el mismo que firmó las puertas de la Expo 2020 de Dubái y la coraza de vidrio del Guggenheim de Helsinki— quería jugar con ese sentido emergente de lo que significa la realeza, el halo de poder que otorga una corona. Como Le Brun cuando pintó a Luis XIV en los techos de Versalles o William Scrots al retratar a Eduardo VI, con las flores dándole la espalda al sol para mirar a su monarca. Pero, sobre todo, “buscaba generar una conexión con el público”. La idea es que el reflejo de los diamantes se proyecte en el rostro de quien la mira.
Es tan solo una declinación de la alquimia sensorial con la que se ha hilvanado una muestra que, más allá de lo enciclopédico, quiere provocar una respuesta anímica. Habría sido fácil quedarse en un despliegue ostensible de patrimonio orfebre, pero han querido, además, capturar esa dimensión ritualista —atávica, si nos ponemos— que solo las joyas tienen. “De todos los objetos que fabrica el ser humano, con la joyería se crea una conexión íntima. La llevamos en o con la piel. Creamos historias en torno a ella. La vinculamos a recuerdos”, señala Khan. “Pero en una exposición están detrás de un cristal. Ni siquiera compartimos el mismo aire”. De tocarlas, ni hablemos. Se retó a “acercar las piezas al público, permitirles sentir que habitaban el mismo espacio, que podían alcanzar a tocarlas”. Para mirar desde el voyerismo pasivo, exentos de cualquier inversión neuronal, ya tenemos Instagram, catálogo visual sin fondo donde los haya. “Si estimulas todos los sentidos, se crea una síntesis en la que el objeto cobra vida. Esa es la intención”, dice.
En las 14 salas —1.100 metros cuadrados en total— que ocupa la primera gran exposición de Cartier en el Reino Unido desde hace tres décadas, uno no se limita a pasear entre vitrinas. Ve cobrar vida a la pantera desde los trazos de un papel. Se desliza entre la realidad y la ficción por el joyero de Hollywood, saltando del anillo de compromiso de Grace Kelly —un préstamo de la colección del palacio del príncipe de Mónaco— a las pulseras de diamantes y cristal de roca de Gloria Swanson. Transita la historia en una nube, viajando de un broche de la diosa Sekhmet a un stomacher de estilo guirnalda. Baila un vals entre 18 tiaras —incluidas la Scroll que han compartido Clementine Churchill y Rihanna, la Halo de la Begum Aga Khan III y un encargo privado de 2017 con una esmeralda cabujón de 140,21 quilates—. Manipula el tiempo, viendo correr relojes misteriosos, un Santos de 1915 y el primer Crash, creación de los irreverentes 60 londinenses. El emocional, se queja Khan, suele ser un elemento ausente en la arquitectura y el diseño. “Hace unos días fui a una exposición de Monet en París. Había 30 cuadros en una misma sala”. Una sobredosis, rozando el stendhalazo —y no para bien—. Imaginen la tesitura en una muestra que maniobra con casi 400 piezas. Algunas imponentes, como el zafiro de 478 quilates de la reina Marie de Rumania. Otras míticas, como el collar de serpiente de María Félix. Y varias nunca expuestas al público, como la pulsera de Sita Devi de Baroda —la Wallis Simpson india—.










Lo primero que se oye al entrar en la exposición son las voces de los tres hermanos Louis, Pierre y Jacques narrando las cartas que se cruzaban con su padre, Alfred, hijo de Louis-François Cartier, aquel aprendiz de relojero que en 1847 fundó la enseña que ha hecho de su apellido sinónimo de deseo. De la cuarta hermana, Suzanne, poco se sabe, excepto que se casó con un Worth —no eran buenos tiempos para la mujer en los negocios—. “Te pone en situación”, dice el arquitecto, que antes de adentrarse en las tripas de Cartier no sabía que había tres hermanos, que enjoyaron al marajá de Patiala, ni que fueron los artífices del colorista estilo Tutti Frutti —aunque no se llamaron así hasta los setenta, medio siglo después del encargo de Daisy Fellowes, que lo puso de moda—. “Entré en el proyecto siendo un estudiante”. Dicho sea, espeta: “Tiendo a no trabajar en proyectos que no me aporten un beneficio intelectual”.
Después de dos años de pesquisas, han dispuesto un taquillazo que reúne 360 piezas, documentos y objetos salidos del ajuar del V&A y la colección Cartier, el Museo Británico y los de Qatar, préstamos de la colección real y el palacio del príncipe de Mónaco, y cesiones de la colección Al Thani y varios repertorios privados. “Y sigue siendo una fracción de lo que queríamos mostrar”, dice Garrahan. La criba no fue fácil. Eligieron las que mejor se atenían a la historia que querían contar. “Que es, muy resumidamente, cómo Cartier se convirtió en Cartier”.
Ambiciosa en su concepto y osada en su ejecución, es la 44ª exposición de una enseña que, acostumbrada a ser pionera, también fue la primera en construir un archivo. Arrancó en 1983, “y lo hizo ya con la idea de llevarlo a los museos”, asegura Pascale Lepeu, directora de la colección Cartier, el schatzkammer que custodia el acervo tangible de la enseña —el de piedras preciosas y metales nobles—. Ubicada en Ginebra, con dirección indeterminada pero más seguridad que cualquier banco suizo con más millonarios de Europa, 200 de las piezas de la muestra han salido de sus fondos. “Hay pocas colecciones de joyas en el mundo. Lo que significa que las ocasiones de disfrutarlas son raras y escasas. Por eso para nosotros es tan importante compartirlas”. También porque son una forma de “mantener vivo el saber hacer”, dice Lepeu. “Estoy segura de que exposiciones como estas desencadenan vocaciones”. Fue su caso. En 1989, seis años después de su creación, la colección hizo su primera muestra, en el Petit Palais de París, y ella tuvo ocasión de verla. Cuatro más tarde, mientras trabajaba en una agencia de publicidad en Suiza, vio una oferta de trabajo en un periódico ginebrino. Escribió, y en 1993 empezó a trabajar bajo el ala de Eric Nussbaum, entonces director de la colección. En 2003, a su muerte, Lepeu cogió las riendas. Hoy guardan cerca de 3.500 piezas, y siguen sumando hallazgos. “Es como un enorme puzle; nos dedicamos a buscar las piezas que faltan”, explica. Algunas se hacen de rogar. El collar de platino y diamantes del marajá de Patiala lo encontró Nussbaum en una tienda de segunda mano de Londres en 1998 (sin algunas de sus piedras más imponentes, incluido el diamante amarillo de De Beers, que decidieron sustituir por circonitas). El broche de ónix y diamantes que se presentó en la Exposición Internacional de Artes Decorativas de París en 1925 y ahora brilla en una vitrina del V&A lo habían dado por perdido, y un buen día apareció en una subasta. “No se trata de hacernos con todo. Sí de tener un ejemplar que represente cada momento, cada estilo, cada técnica”.
Es la misma idea con la que Garrahan y Molesworth han hilvanado la exposición. De la tiara Scroll —tan brillante en la cabeza de Clementine Churchill durante la coronación de Isabel II como en la de Rihanna en la portada de W— a una polvera art déco de los años veinte engastada con una de las primeras apariciones de la pantera que no solo habla de la historia de las artes decorativas, sino de la evolución de la mujer en la sociedad. La pieza más interesante no es siempre la más brillante. “Ni la más valiosa es la más cara”, concluye Garrahan.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad , así podrás añadir otro . Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.