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Menú del día a 10,50 euros en la calle donde el piso más barato está en 1,5 millones

Cuatro comercios sobreviven en un radio de 50 metros en la calle Villalar, en pleno barrio de Salamanca, rodeados de boutiques de lujo, tiendas y restaurantes exclusivos

Rafael Granados, dueño del Supermercado Villalar.
David Expósito

Manuel Escala es un disidente en una calle millonaria. Por la báscula de su frutería van cayendo a cuenta gotas las manzanas, los tomates, los kiwis, mientras que la mayor parte del tiempo observa el exterior de su local, sentado en una silla, con cierto halo de cansancio, pensando en el futuro de su negocio. Escala, de 37 años, quiso atraer hace tres años a sus clientes dándole una vuelta de tuerca a la estrategia de marketing que venía practicándose en esta pequeña vía del barrio Salamanca. Porque en la calle Villalar todas las cosas se llaman —o se llamaban— igual: Villalar.

Cuatro comercios tradicionales sobreviven aquí en un radio de 50 metros, unos enfrente de otros, con precios más o menos populares, como si la conjunción de todos ellos los ayudara a no desaparecer. Este es el lugar de referencia de la cantidad ingente de mano de obra que circula por el barrio. En Villalar, el pan cuesta todavía 70 céntimos, el zumo de naranja está a 2,30, un menú del día son 10,50 y un kilo de judías verdes tiene un precio más asequible que en casi cualquier otro mercado de Madrid: 3,50 euros.

A diferencia de la Cafetería Villalar, la Ferretería Villalar y el Supermercado Villalar, Manuel Escala pensó que la frutería necesitaba un nuevo impulso. Por eso, cuando el antiguo dueño le traspasó el negoció, Escala la rebautizó como Villafruta. “Con ese nombre los clientes ya saben lo que vendo y dónde estoy. La cosa es que yo cada vez tengo más dudas de dónde están mis clientes”, dice Escala tras vender un plátano suelto a un runner que viene del Retiro.

Manuel Escala, en su frutería Villafruta de la calle Villalar.

La manzana en la que está incrustada Villafruta, compuesta por ocho bloques y delimitada por el paseo de Recoletos, la calle de Alcalá, Serrano y la calle de Villanueva, tiene en estos momentos, según Idealista, 39 pisos a la venta. A excepción de dos estudios de 40 metros cuadrados, valorados en unos 500.000 euros, los precios oscilan entre el millón y medio y los 12 millones de euros.

Esta es la zona censal de todo el distrito con más segundas residencias (45,39%) de acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística sobre las viviendas no principales en Madrid. En el distrito de Salamanca, el que cuenta con un porcentaje más alto en la capital, la media está en el 21,47%. Los porteros de los edificios acumulan en sus garitas, como si fueran tacos de cromos, tarjetas de inversores extranjeros que piden ser avisados cuando una casa se ponga a la venta.

Uno de los extremos de la calle Villalar en el barrio Salamanca.

Con este panorama, Manuel Escala anda por momentos “algo perdido”. Así como la cafetería, el supermercado y la ferretería sostienen sus negocios con los trabajadores más humildes, la frutería está en tierra de nadie. “Mis clientes potenciales deberían ser los vecinos. Pero, honestamente, ya no sé quiénes son”, explica Escala, que antes de convertirse en emprendedor fue “asalariado” en el Supermercado Villalar.

“En estos tres años se me han muerto cinco vecinos de toda la vida que hacían al mes una compra de 400 euros cada uno. No veo que haya un reemplazo, los ricos que llegan piden casi todo a domicilio. Algunos obreros compran algo de vez en cuando, aunque el grueso lo hacen en sus barrios, como es lógico. Si aún sigo abierto es gracias a las oficinas de alrededor que ofrecen fruta a sus trabajadores. Villalar ya no es una calle familiar, es otra cosa que nadie sabe lo que es”, afirma.

—¿Cuál es tu competencia?

—Ninguna. Las fruterías más cercanas están por Atocha o en el Mercado de la Paz. Pero eso tampoco es bueno. Si no hay competencia es que no hay tanta demanda. Si pudiera volvería a ser empleado.

Tres portales más abajo, los sueños son bien distintivos. Rafael Granados, de 40 años, encargado en el Supermercado Villalar, aspira a parecerse en algún momento a esos hombres adinerados que pasan por su puerta con cara de “haber triunfado”. Granados, que se crio en La Latina, lleva 14 años en la misma acera, “un mínimo” de 10 horas al día.

Dice ser un hombre de fe y, en el libro de la Biblia Reina Varela, ha encontrado un proverbio, el 13.20 para ser exactos, que lo anima a observar cada jornada lo que pasa a su alrededor. “El que anda con sabios, sabio será”, recita. “Por eso me gusta estar aquí. Esta gente, para llegar a donde ha llegado, algo tiene que saber. Me fijo en ellos, a veces me dan consejos, intento que se me pegue algo. Yo me conformaría con una tienda de cosas sanas, aunque no he decidido todavía de qué en concreto. Lo que no quiero es vender alcohol”, cuenta.

Interior del Supermercado Villalar.

En el Supermercado Villalar, según Granados, confluyen los “currelas” y los vecinos del barrio a partes iguales. Por este motivo, el precio de los productos está dividido en dos. Por un lado, aquellos que se consumen preferentemente por los trabajadores tienen “precios populares” como en cualquier otra tienda de alimentación.

“La cerveza, los refrescos y el pan, eso es lo más asequible, está mucho más barato que en cualquier otro sitio del barrio Salamanca”, declara. Sin embargo, aquellos artículos y alimentos algo más exclusivos que reclaman los inquilinos de Villalar, el coste asciende al precio de mercado en la milla de oro, que no es otro que el que marca el Corte Inglés.

“El chocolate, por ejemplo, si ellos venden la tableta a 4,65 euros, nosotros también”, dice Granados. Su compañero, Jorge Luis Jiménez, de 39 años, señala una cualidad “inesperada” de los ricos que entran a su tienda. “Yo veo que vienen millonarios, gente con mucho dinero que mira mucho el precio, por ejemplo, del papel higiénico. Me quedo sorprendido, porque muchos se quejan siempre y, aunque casi siempre compran, otras se van al Mercadona”, relata. “Pero es que son empresarios, por algo han hecho esa fortuna”, justifica Granados.

La Cafetería Villalar acoge cada día a los trabajadores más humildes del barrio Salamanca.

La entrada de la Cafetería Villalar es una declaración de intenciones. El polvo de las botas de los obreros se acumula en la puerta, donde una mujer pega con celo un folio con el menú del día: lentejas y guisantes con jamón de primero, albóndigas o merluza de segundo. El precio: 10,50 sin incluir la bebida. Daniel Sanz, su propietario, de 40 años, es un joven activo y activista de la vida de barrio. “Un oasis entre los ricos”, se define.

“El negocio funciona porque es exclusivo, en el sentido de que no hay nada igual a la redonda. Mientras no deje de haber obras y reformas, tendré clientela”, manifiesta. Entre los comensales de sus mesas están los secretos y caprichos más íntimos de la nueva clase adinerada que desembarca en Madrid. José Ramírez, de 59, es escayolista a varios kilómetros de aquí. “Me enteré de que había un bar barato por el boca a boca, esto no viene en ninguna guía”, cuenta. Ramírez es escayolista.

El año pasado dio el salto de Pozuelo y Majadahonda al barrio Salamanca. “Aquí es una riqueza más opulenta y ostentosa. Lo que se lleva ahora es la luz indirecta, mucha pomposidad. Hay una vuelta a lo rústico. Casi todos intentan asemejar el interior de los pisos a las fachadas, que tengan ese punto aristocrático y señorial, con baquetones y cornisas enormes”, describe.

Se trata, según Ramírez, de obras muy costosas que le llevan por lo general varios meses. Ahora mismo está trabajando para un matrimonio peruano en un piso de 300 metros cuadrados que será dividido en tres para realquilarlo tan pronto como se pueda. Cuenta que a los dueños, ni los ha visto “ni les verá”. “Ellos no tratan contigo, y realmente no creo que decidan nada de la decoración, para eso contratan a un arquitecto, que es el que está al corriente de las tendencias. Es un símbolo de poder”, concluye.

A su salida, un taxi para en el número 6 de Villalar. De él bajan cuatro personas. Un padre, una madre y dos chicas adolescentes. Un joven que los espera con unas fotografías de pisos en la mano resopla y sonríe animoso. “Bienvenidos a Villalar”, saluda. Los cuatro miran hacia arriba, donde un operario termina unos remates en la fachada. Las chicas preguntan a su padre: “¿Seguro que es aquí?”. “Sí, es aquí. El Retiro está a la vuelta de la esquina”, contesta el agente inmobiliario.

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Sobre la firma

David Expósito
En EL PAÍS desde 2018. Su trabajo está centrado en la crónica y el reportaje local para la sección de Madrid, donde ejerce como fotógrafo y redactor. Anteriormente, también ha sido editor gráfico en la sección de Fotografía y en Suplementos. Es coautor del libro 'Utopías urbanísticas. 44 paseos por las colonias de Madrid'.
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