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El caso de General Dávila en Santander o por qué deberíamos sacar de una vez a los militares de los callejeros

La capital cántabra afronta el cambio de nombre de 18 calles con denominaciones franquistas, no sin polémica. Casos similares levantan ampollas en otros muchos lugares del mundo

Vista de Santander y su bahía desde lo alto del funicular del Río de la Pila, en General Dávila.
Daniel Díez Martínez

Nadie olvida el nombre de la calle en la que vivió su niñez. Durante 18 años de mi vida, hasta que me marché a Madrid a estudiar Arquitectura, yo vivía “en General Dávila, enfrente del nuevo conservatorio”. El paseo General Dávila de Santander es la calle más larga de la ciudad. También la más elevada. Sus cerca de 4 kilómetros recorren la cima de la colina que atraviesa la capital cántabra de este a oeste y la parte en dos: hacia el sur, el centro histórico, que se abre a su bella bahía; hacia el norte, todavía quedan algunos pastos sin urbanizar (cada día menos), y funden su verde con el azul del mar Cantábrico.

El apunte del “nuevo conservatorio” era (y es) necesario. No sólo para ubicarse en una calle tan larga, sino porque en el paseo General Dávila hay dos centros dedicados a la enseñanza musical. El nuevo, enfrente del bloque de pisos donde se encuentra el de mis padres, y el viejo, que se aloja en la Quinta Altamira, una casona del siglo XIX de estilo regionalista rodeada de jardines. Considerada hasta hace medio siglo las afueras de la ciudad —recuerdo a mi tía abuela irse de nuestra casa y volverse a la suya, en pleno centro, diciendo “bajo a Santander”—, la cresta de la colina que antiguamente llamaban Paseo del Alta es hoy una calle fundamental en el trazado urbano santanderino. No hace falta Google Maps: todo el mundo en Santander sabe dónde está (el paseo) General Dávila.

La semana pasada la Fiscalía de Derechos Humanos y Memoria Democrática de Cantabria otorgó al Ayuntamiento de Santander un plazo de un mes para cambiar el nombre de 18 calles con denominaciones franquistas y retirar dos monumentos conmemorativos. El documento de la Fiscalía menciona: Alcázar de Toledo, Alto de los Leones, Alféreces provisionales, Belchite, Brunete, Camilo Alonso Vega, Capitán Cortés, Carlos Haya, Columna Sagardina, División Azul, García Morato, General Díez de Villegas, General Moscardó, Montejurra, Ruiz de Alda, Sargentos Provisionales y Zancajo Osorio.

Y, por supuesto, el paseo General Dávila.

Reconozco que es un nombre que tengo tan interiorizado como “mi calle” que me cuesta pensar en que hubiera una persona detrás. Y vaya que si la hubo. El Paseo del Alta fue rebautizado como del General Dávila en agosto de 1937, después de que las tropas franquistas dirigidas por Fidel Dávila Arrondo tomaran Santander del dominio republicano. Como comandante en jefe del Ejército del Norte, Dávila ocupó Vizcaya, Santander y Asturias, y contribuyó de manera decisiva a la ocupación de Aragón y Cataluña.

Los vecinos del Barrio Obrero del Rey vieron llegar una formación de 18 aviones, Junkers Ju-52 de bombardeo escoltados por cazas Heinkel He-51, que ocasionaron la muerte de 74 vecinos. ¿Cómo es posible que en 2025 todavía haya calles que honren a los responsables de estas masacres?

No hay ninguna ciudad o pueblo de nuestro país que no padeciera los crímenes cometidos por ambos bandos durante la guerra civil española. Santander no es ninguna excepción. Pero en tanto que estas calles conmemoran a los héroes del bando vencedor, resulta descorazonador ver las imágenes de aviones de la Legión Cóndor sobrevolando el Palacio de la Magdalena y recordar los 34 ataques aéreos que sufrió Santander durante la contienda. El más mortífero de todos tuvo lugar el mediodía del 27 de diciembre de 1936: tal como narra el historiador argentino José Manuel Puente Fernández en Una ciudad bajo las bombas. Bombardeos y refugios antiaéreos en el Santander republicano, los vecinos del Barrio Obrero del Rey vieron llegar una formación de 18 aviones, Junkers Ju-52 de bombardeo escoltados por cazas Heinkel He-51, que ocasionaron la muerte de 74 vecinos. ¿Cómo es posible que en 2025 todavía haya calles que honren a los responsables de estas masacres?

Dime dónde vives y te diré quién te gobierna

Cambiar el nombre de las calles es una práctica que se lleva haciendo en todos los tiempos y culturas desde la antigua Roma. “Los nombres de las calles son la herramienta propagandística perfecta”, opina la escritora, abogada y académica Deirdre Mask. “No hace falta pensar ni ponderar nada para decirlos y, lo que es mejor, estás obligado a pronunciarlos cada vez que das indicaciones, escribes cartas o haces una solicitud cualquiera. Es como si el Estado te obligara a pronunciar esas palabras. ¿Existe un mensaje más sencillo que el nombre de una calle?”.

En su libro El callejero (editado en español por Capitán Swing), Mask analiza por qué ponen nombres de revolucionarios a las calles de Irán, qué dicen las placas de calles de Sudáfrica o cómo la tensión que produce mantener los nombres de generales confederados en las calles y monumentos de algunos estados del sur de Estados Unidos puede conducir a un estallido de violencia como los disturbios de Charlottesville en agosto de 2017. También dedica un capítulo a Berlín, una ciudad cuyo callejero cambiante funciona como metáfora de la pugna de la ciudad con su identidad. Acude a una bonita (aunque complicada) palabra alemana, Vergangenheitsbewältigung, un término que “se suele utilizar para describir cómo la nación asimila y afronta su pasado nazi y la división de Alemania durante la Guerra Fría”, explica Mask. “Pero su significado es universal. Todo el mundo necesita afrontar el pasado, conmemorarlo o enfrentarse a él. Ese algo suele incluir nombres de calles”, concluye.

La Ley de Memoria Democrática de 2022 (y la de Memoria Histórica de 2007) nació con un compromiso similar. La Fiscalía acusa al ayuntamiento de Santander de “rebeldía” por incumplirla, a la vez que le recuerda que la retirada de estos nombres del callejero santanderino ya fue aprobada por el pleno del Ayuntamiento el 27 de agosto de 2015 y el 31 de mayo de 2016. Se trata de otra muesca en el historial de gestión negligente que la ciudad ha hecho de su pasado reciente. Santander ostenta el dudoso honor de ser la penúltima ciudad española en retirar un monumento a Franco de su espacio público: la estatua ecuestre del dictador fue retirada de la plaza del Ayuntamiento el 17 de diciembre de 2008. Melilla retiró la suya, mucho más discreta, en 2021.

Por su parte, la alcaldesa de Santander, Gema Igual, ha expresado su intención de cumplir con la ley, matizando que “no hay rebeldía por parte de la alcaldesa, sino algo tan sencillo como no querer complicar a los vecinos”. Y añade: “No hay que borrar a nadie”. (La última noticia es que, finalmente, el Ayuntamiento de Santander remitirá esta semana la “hoja de ruta” para la modificación del callejero a la Fiscalía).

La alcaldesa tiene toda la razón: no debemos borrar a nadie. Pero una cosa es recordar y estudiar quién fue Fidel Dávila Arrondo y otra muy diferente celebrar su legado con una calle. Porque con el nombre de las calles sucede como con las medallas: recibirlas es un reconocimiento que debería reservarse a unos pocos. Y como dijo John Lennon en 1965 cuando los Beatles fueron reconocidos de la Orden del Imperio Británico, “si te pueden dar una medalla por matar gente, es evidente que también tendrían que poder dártela por hacer música”.

El general Dávila no hizo nada que merezca recordarse con alegría. Tampoco su antecesor en el cargo, el general Emilio Mola. Mola también tenía su calle en el centro de Santander, hasta que en 2013 pasó a denominarse calle Ataúlfo Argenta, en honor al pianista y director de orquesta de Castro Urdiales. Considerado por los que saben del tema como un talento a la altura de Bernstein, Karajan o Celibidache, durante la guerra civil española Argenta estuvo encarcelado y a punto de ser fusilado por el bando que dirigían Mola y compañía. Ahora, el nombre del músico perdura en una de las zonas más carismáticas de la capital cántabra. El de aquel general cruel, no.

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Sobre la firma

Daniel Díez Martínez
Es doctor arquitecto, profesor en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid y especialista en la divulgación de la arquitectura y en su puesta en relación con otras disciplinas y lenguajes de la cultura popular contemporánea. Antes de ICON, escribía para la edición española de 'The New York Times Style Magazine'.
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