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LA CASA DE ENFRENTE
Columna
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Apagón a 8.000 kilómetros de ti

La tecnología reduce la distancia, pero nos deja sin tiempo para imaginarnos. ¿Y si esta forma de estar conectadas fuera una trampa?

Apagon masivo
Nuria Labari

Nada más aterrizar el avión en Bogotá todo el mundo hizo lo mismo: echar mano de sus móviles. Hablar con quien quiera que hubiese al otro lado. Decir “ya aterricé”, “ya pasé el control de seguridad”, “todo bien”. Yo no tenía datos así que no dije nada. Busqué el wifi del aeropuerto, que falló. Anhelaba sentir, inmediatamente, que la distancia entre nosotras no existía a pesar de haber recorrido 8.000 kilómetros. La mensajería instantánea reduce el tiempo a la vez que modifica el espacio. Hace que podamos estar donde no estamos, que nos creamos acompañados con un texto en la pantalla o que nos creamos capaces de acompañar a quien no podemos tocar. Estoy contigo porque te pienso, y con eso basta. Pero ya digo que no tenía datos, así que no te escribí. Entonces sí, la distancia empezó a ocupar su lugar entre las dos.

Sentí un océano entre nosotras, bajo los pies, y la diferencia horaria hizo que no te escribiera tampoco al llegar al hotel. Por la mañana, mi esperable jet lag y nuestro impensable blackout. En la Feria del Libro de Bogotá, que este año tiene como país invitado de honor a España, no se hablaba de otra cosa. Nuestro país se había apagado. Rosa Montero, que andaba por allí, ya había escrito ese apagón ibérico en una de sus novelas de ciencia ficción, Los tiempos del odio, una distopía fantástica que de repente era real. En España nadie sabía explicar qué y por qué había pasado (aún no lo sabemos). Durante horas, la única información fue de encierros en ascensores, gente que no podía llegar a casa y buscaba sitio para dormir, atascos, pasajeros atrapados en trenes. En el apagón descubrí dos clases de personas: las que intentaban llegar a casa y las que decidían bajar a la plaza, al parque, lanzarse al encuentro de los otros. Como si apagar todos los aparatos encendiera la necesidad de acercarse a los demás. No podía hablar contigo y, tal vez por eso, deseaba tu proximidad. A diferencia de cuando aterricé, ya no anhelaba wifi sino tu abrazo.

Sentada en la cama del décimo piso de mi hotel, entendí que ese hipervínculo que me esfuerzo en mantener con quienes más quiero no me comunica con nada ni con nadie. Pensé que, a lo mejor, cuando te pido que me avises al llegar, que me escribas nada más salir, que no te quedes sin batería, lo hago para hablar con los fantasmas de mi propia cabeza, con mis miedos en vez de contigo. ¿Hace cuánto que no pensaba en ti de este modo? Sin escribirte, sin llamarte, sin mirar los mensajes. Pensar en quienes están lejos los acerca al corazón de una manera que el mensaje instantáneo no alcanza. Los aparatos reducen el tiempo de nuestras interacciones, pero nos dejan sin tiempo para imaginarnos. ¿Y si la hiperconectividad fuera un problema afectivo? ¿Y si mis vínculos amorosos estuvieran ensimismados, convertidos en fantasmas detrás de una pantalla? ¿Y si nuestra forma de estar conectadas fuera, demasiadas veces, una trampa?

He pensado antes en los usos amorosos de la tecnología, pero todo parece una quimera después de la bofetada de realidad del apagón. Cuando por fin se instauran las comunicaciones, no quieres hablar más que lo justo. Estás demasiado lejos, dices. Tampoco quieres wifi sino mi presencia. Hay algo reconfortante en esta forma real de echarnos de menos. Nota de voz para los tiempos de luz: el apagón enciende los cuerpos.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.
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