Los canadienses sacan los codos: el hockey se convierte en símbolo de la resistencia contra Trump
Los aranceles y las amenazas de anexión resucitan el lema de la leyenda del deporte Gordie Howe para proclamar que el país no dudará en defenderse de los ataques del presidente de Estados Unidos


A las puertas del Centre Bell, estadio de hockey de Montreal, el ambiente era el jueves pasado el de los grandes días. No solo por la rivalidad que enfrenta desde hace un siglo a los locales, los Canadiens, y los estadounidenses Boston Bruins, dos de los seis equipos originales de la liga NHL, sino también porque faltaban siete cruces para el final de la temporada regular, y los de Montreal debían ganar para aspirar a los playoffs. En cuanto a los Bruins, han firmado un año para olvidar, y, tras nueve derrotas consecutivas, su único objetivo era el de la honra: no igualar el peor registro de su historia. No pudo ser: al final de un partido que fue intenso, bronco a ratos, volvieron a caer (4-1).
“Cuando nos enfrentamos a Boston, siempre saltan las chispas”, decía Gerald Dubeau, vestido con la equipación roja de los Canadiens poco antes del comienzo del encuentro, “pero es que además es el primer partido desde la entrada en vigor [el miércoles] de los aranceles de Donald Trump. Será interesante ver cómo reacciona el público”. Mark Chabot recordaba un poco más allá que desde 1993 ningún equipo canadiense ha levantado la Stanley Cup. “Y ya toca que el trofeo regrese a casa”, añadía. Después de todo, la Federación Internacional de Hockey considera que el primer partido de la historia se jugó hace 150 años en Montreal.
Para los aficionados al deporte nacional, casi una religión, romper esa racha sería un acto de justicia poética en el año en el que Trump ha puesto en duda su derecho a existir entre bravatas y provocaciones. El presidente de Estados Unidos lleva meses fantaseando con convertir al vecino del norte en el Estado número 51, ha llamado “gobernador” a su primer ministro y ha impuesto gravámenes del 25% a las importaciones de coches, acero y aluminio. Tanta hostilidad ha convertido el hockey en un espacio de resistencia a los ataques del vecino abusón. Cuando comenzaron, el público de los estadios de todo el país empezó a abuchear el himno estadounidense. Ya no lo hacen con la intensidad del principio, pero la expresión “elbows up” (literalmente “codos arriba”), grito de guerra de la gloria nacional Gordie Howe, se ha convertido en lema del contraataque canadiense.
Howe (1928-2016), alias Mr. Hockey, sacaba los codos tanto en la pista de hielo como, metafóricamente, en su historia de superación: la de un muchacho humilde de las praderas de Saskatchewan que se abrió paso hasta convertirse en “el más grande de todos los tiempos”. Tenía fama de ser implacable en el terreno de juego y un caballero fuera. “Si un contrario me ataca, le agarro del palo para atraerlo hacia mí y le doy un codazo en la cabeza”, declaró una vez. Como él, sus compatriotas han decidido defenderse: comprando productos Made in Canada, boicoteando en las licorerías los vinos californianos y el bourbon de Kentucky y suspendiendo sus vacaciones del final del invierno en Estados Unidos para buscar el calor.
“Los canadienses compartimos la ‘mentalidad de la tormenta de nieve’. En mitad de una, nos ayudamos los unos a los otros a cavar para sacarnos del apuro”, advierte la productora Jo-Anne Velin, que regresó en enero a Montreal tras décadas viviendo en Berlín y ha resucitado una pasión dormida por el hockey. “Y eso es precisamente lo que estamos haciendo ahora”.

“Hasta hace poco, nadie habría usado la imagen de los codos fuera del hockey”, reconoce desde Toronto Colin Horgan, que trabajó como escritor de discursos del ex primer ministro Justin Trudeau. “Ahora es un eslogan político, que sirve de advertencia de que, como Howe, los canadienses nos mantenemos firmes en el terreno de juego, y que no nos dejamos avasallar”.
La frase, y el gesto, está por todas partes en Canadá. La gente la repite en las redes sociales y los manifestantes levantan los codos en concentraciones de protesta bautizadas con el lema. El cómico Mike Myers lo introdujo en la televisión estadounidense al final de su reciente aparición en Saturday Night Live, en la que lució una camiseta con otro de los eslóganes de la nueva normalidad de la relación bilateral: “Canadá no se vende”. Myers apoyó después la candidatura del primer ministro en funciones y líder del Partido Liberal, Mark Carney. Juntos lanzaron la campaña vestidos con la equipación nacional en un vídeo en una pista de hockey en el que político somete al cómico a un examen para comprobar cuán canadiense es, dado que vive en Estados Unidos. Al final ambos dicen: “Codos arriba”.
“Tipos normales”
En el discurso con el que aceptó el reto de convertirse en líder de un país en mitad de su peor crisis existencial en décadas, Carney, hincha de los Edmonton Oilers, recurrió a su pasado como jugador aficionado. “En Canadá, donde la pista de hielo es un lugar igualador y de socialización, muchos primeros ministros han usado el deporte para lanzar el mensaje de que son tipos normales”, advierte Horgan.
Tal vez ninguno tanto como el conservador Stephen Harper, que llevó las riendas del país entre 2005 y 2016, y publicó mientras estaba en el cargo un documentado libro sobre los orígenes del hockey (A Great Game; Un gran deporte, 2013). Esa pasión explica por qué Harper decidió bautizar con el nombre de Gordie Howe la nueva infraestructura viaria que, si se cumplen los plazos, unirá en otoño Canadá y Estados Unidos a la altura de Detroit. Financiada con dinero federal, las autoridades pretenden con ella desviar el tráfico del emblemático puente Ambassador, que compró a finales de los setenta un milmillonario de Míchigan.
El hockey cuenta además con una larga e historiada tradición en la política exterior del país. En los años de la Guerra Fría, los enfrentamientos de Canadá y Estados Unidos con la Unión Soviética eran también una pugna sobre hielo entre el capitalismo y el comunismo, en la que a menudo vencía el enemigo: la “armada roja” ganó cuatro oros olímpicos consecutivos, hasta que los estadounidenses rompieron la racha en 1980 con una gesta bautizada como el “milagro en el hielo”.

El aire de Guerra Fría volvió a soplar el pasado 20 de febrero con el triunfo en la prórroga (3-2) del combinado de jugadores canadienses de los equipos de la NHL frente al de los representantes estadounidenses. Fue en la final del torneo amistoso de nuevo cuño Cuatro Naciones, celebrada en Boston. Tal vez nada ilustre mejor la tensión que rodeó el acontecimiento que el dato de que se registraron tres peleas entre jugadores en los nueve segundos iniciales en el primer choque entre ambos equipos en Montreal.
La caída en desgracia de un mito
Trudeau, que aún era primer ministro, celebró la victoria con un mensaje en X: “No podéis haceros con nuestro país, y tampoco con nuestro deporte”. Antes del partido, Trump había escrito en su red social, Truth, para “motivar” a los suyos “hacia la victoria contra Canadá”. “Algún día, quizás pronto”, continuaba el mensaje, “[el país] se convertirá en nuestro querido y muy importante 51º Estado”.
Resulta que Trump es aficionado al hockey. No solo: a finales de los noventa, estudió la compra de la franquicia de los Panthers de Miami, equipo que ganó la Stanley Cup el año pasado en otra prueba de lo mucho que han cambiado las cosas desde los tiempos dorados (helados) del dominio canadiense: los últimos 30 títulos los han ganado equipos estadounidenses, que son los que más dinero manejan (para, entre otras cosas, poblar sus plantillas de jugadores canadienses). Los dos últimos han ido a ciudades (Las Vegas y Miami) que prácticamente no conocen la nieve.

Trump también es amigo de la leyenda canadiense Wayne Gretzky, ahora blanco de la ira de sus compatriotas. Gretzky, que lleva décadas viviendo en California, acudió a la toma de posesión del nuevo presidente en Washington y aquel fin de semana se lo pudo ver con una gorra de Make America Great Again, gestos que han desencadenado una recogida de firmas (casi 14.000) para cambiar el nombre de una autopista en Edmonton, ciudad a la que el central hizo ganar cuatro torneos consecutivos en los ochenta. Una estatua de bronce del jugador en el estadio de los Oilers amaneció hace un par de semanas embadurnada de excrementos.
Sus lazos con Trump no son el único motivo por el que Gretzky está en las noticias a su pesar. El ruso Alexander Ovechkin, extremo izquierdo de los Washington Capitals, igualó este viernes el récord de Gretzky de goles marcados en la NHL, 894. “¿Les importará a los aficionados de Washington su apoyo abierto a [el presidente ruso Vladímir] Putin cuando Ovechkin pulverice el récord?”, se pregunta Horgan, el tipo que escribía los discursos de Trudeau.
Putin, jugador amateur y aficionado al hockey sobre política, coló el deporte en la llamada que mantuvo con Trump recientemente. Según el Kremlin, el presidente estadounidense se mostró favorable a la idea de reanudar los partidos entre equipos de la NHL y la liga rusa, interrumpidos tras la invasión de Ucrania en 2022. De lograrlo, Moscú no solo se apuntaría un tanto en el terreno del poder blando; el gesto también valdría, por la vía de la geoestrategia del deporte, como otra prueba de la determinación de Trump de alejarse de los viejos aliados, como Canadá, y arrimarse al eterno rival para pulverizar el orden mundial surgido después de 1945.
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