Por qué la educación emocional no es una moda ni un lujo para nuestros hijos
Esta pedagogía, que se puede aplicar tanto en el aula como en casa, se centra en conocer y gestionar los sentimientos para formar niños con criterio propio, resilientes y con recursos para sostenerse


Un niño que estalla en gritos cada mañana porque no encuentra su sudadera. Un alumno de Primaria que no soporta perder en un juego, y otro que parece desconectado de todo lo que sucede a su alrededor. Estas son algunas escenas habituales en casa y en las escuelas que muchas veces se interpretan como mal comportamiento, falta de disciplina o simple inmadurez. Pero detrás de esas reacciones “puede estar ocurriendo algo que pasa inadvertido”, advierte Sònia Méndez, abogada y mediadora especializada en educación emocional y gestión de conflictos. “Lo que nosotros catalogamos como desproporcionado o exagerado no siempre responde a una causa evidente”, asegura.
Méndez sostiene que la enseñanza emocional ha dejado de ser un concepto reservado a expertos o terapeutas para convertirse en una preocupación creciente en familias y escuelas: “En un contexto en el que niños y adolescentes se enfrentan a más estímulos, más exigencias y menos espacios para gestionar lo que sienten, contar con herramientas para comprender y expresar sus emociones puede marcar la diferencia”. Pero, ¿sabemos realmente en qué consiste la educación emocional? ¿Cómo se trabaja en casa? ¿Están preparados los docentes para abordarla en el aula?
Esta metodología busca dar herramientas a los adultos para entender los sentimientos de los menores y que estos puedan convivir con las emociones sanamente. “No basta con decirles que se calmen”, explica Méndez, también autora de El viaje de Berna (Ed. Edarca 2025), cuaderno pedagógico en el que se trabaja la aplicación práctica de las emociones. “Es un proceso educativo continuo que tiene como objetivo promover el bienestar físico y cognitivo, y que se consigue potenciando el autoconocimiento, la autoestima y las habilidades sociales, a partir del conocimiento teórico y el entrenamiento práctico”, detalla. Además, defiende que esta forma de educar no surge únicamente de la voluntad o la actitud, sino que tiene más que ver con una habilidad que se entrena desde la infancia. “Los niños van moldeando sus aptitudes en función del entorno, los referentes que tengan y las experiencias vividas”, añade Méndez.
La pedagoga Leticia Garcés, orientadora familiar y fundadora del centro Padres Formados —centro de formación y orientación familiar que ofrece asesoramiento a padres y madres sobre crianza—, advierte de una creciente confusión en torno al concepto. “En muchos hogares, se ha pasado del autoritarismo a una sobreprotección que, aunque revestida de afecto, también limita el desarrollo saludable”, sostiene. Parte del problema, explica, “es que los propios adultos no fuimos educados en estas competencias y nos cuesta aplicarlas con coherencia”. Entre los errores más comunes Garcés señala tres: evitar cualquier malestar creyendo que así se frena el sufrimiento; rechazar los límites por miedo a reproducir modelos autoritarios del pasado; y desconfiar del profesorado, interfiriendo en decisiones necesarias para el crecimiento de los hijos.
Por su parte, Méndez, recuerda que la empatía emocional comienza a desarrollarse hacia los cuatro o cinco años, aunque en la adolescencia también se requiere un acompañamiento especial. Y señala la importancia de ayudar a los menores a identificar las emociones más básicas como la alegría, la tristeza, el miedo o la vergüenza, y facilitar su regulación.
¿Cómo pueden las familias educar emocionalmente en casa?
Méndez plantea que no existen fórmulas universales, pero sí etapas comunes que pueden servir como guía: diálogo, conexión, aceptación y sostén: “El primer paso es crear un espacio de conversación libre, sin prejuicios y con escucha real. Después, conectar con el menor más allá de lo que uno cree que debería sentir, y tratar de comprender lo que necesita realmente”. Y añade: “Aceptar al hijo tal como es, sin proyectar en él expectativas ajenas”. Y, por último, “sostener su malestar cuando aparece, sin anularlo ni evitarlo”, reconoce la abogada, quien considera que probablemente es la parte más difícil, porque interpela de lleno a las propias heridas internas de los adultos.
“Un niño no se siente valioso por lo que se le dice, sino por cómo lo tratan”, recuerda Garcés, autora de varios libros como Infancia bien tratada, adolescencia bien encaminada (Ed. Desclée de Brouwer, 2024). Para ella, la clave está en cómo los adultos manejan sus propias emociones y en el tipo de entorno que crean en casa. “No se trata de educar hijos obedientes, sino personas con criterio propio, resilientes y con recursos para sostenerse”. Añade que el amor, por sí solo, no basta: “Educar no es solo querer mucho, sino hacerlo bien”. Pone un ejemplo concreto: “Cuando un niño tiene que estudiar para un examen, se enfrenta al conflicto entre el deseo de jugar y la obligación de concentrarse. Para elegir lo que le conviene, como sentarse a tiempo y no dejarlo para el final del día, necesita una voluntad entrenada y competencias emocionales: identificar lo que siente, regular la pereza o la ansiedad y posponer el placer inmediato”. Además, según explica, si el menor visualiza el resultado, puede ayudar a rebajar la presión: “Por eso no basta con buscar buen comportamiento, hay que prepararle para tomar decisiones, sostener el esfuerzo y madurar”.

¿Y qué puede hacer la escuela?
“La escuela no puede ofrecer una formación emocional dependiendo solo de las inquietudes del equipo directivo o de las acciones promovidas por las familias”, advierte Méndez. A su juicio, debería existir una formación específica para el profesorado y programas accesibles, universales y con base científica: “Debería ser de calidad, basada en técnicas y herramientas y accesible a todo el alumnado”. Garcés recuerda que recibir una educación de calidad es un derecho, también para quienes presentan dificultades de comportamiento: “Cuando se expulsa a un alumno por mala conducta, el foco se pone en su supuesta mala intención, pero en la mayoría de los casos esa medida no corrige nada y solo alimenta el fracaso escolar”.
Garcés reconoce que se espera demasiado del profesorado: “Les pedimos que hagan de psicólogos, enfermeros, educadores y maestros, y no pueden con todo”. Por eso insiste en que no se trata solo de formar a los docentes, sino de fortalecer a los centros con más recursos humanos: “En un momento en que la tecnología avanza y muchas tareas se automatizan, es más necesario que nunca que haya personas presentes en las aulas, capaces de ofrecer apoyo emocional, educación y vínculos reales”.
Méndez asegura que existen recursos útiles que ya se están aplicando en muchos centros. En Educación Infantil, por ejemplo, pueden usarse dinámicas como el semáforo (verde para indicar que están bien, naranja para expresar inquietud y rojo cuando se sienten nerviosos o enfadados) o medallas que representan distintos estados de ánimo. También recomienda pequeñas rutinas de respiración y relajación. En Primaria, propone el juego cooperativo, los espacios de diálogo y herramientas como el ajedrez: “Permite trabajar la atención, la empatía, la estrategia, la disciplina y la gestión de la frustración”. Otra de las prácticas que está ganando terreno en las aulas son las restaurativas, que “abordan los conflictos de forma preventiva y promueven el diálogo del grupo, más allá de la culpabilidad o la victimización”, argumenta.
“Educar emocionalmente no es una moda ni un lujo. Es un recurso necesario para que los niños, y también los adultos que los acompañan, aprendan a reconocer, comprender y canalizar lo que sienten”, prosigue Méndez, “porque solo desde ahí podrán construir relaciones más sanas, entornos más empáticos y, tal vez, una vida más equilibrada”.
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