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Enfermedades raras
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Carta a mi hijo con discapacidad: cuando la esclerosis tuberosa no apaga tu luz

Cada 15 de mayo se celebra el día internacional de esta enfermedad rara que padece Alvarete desde niño. Un momento para reivindicar que haya más comprensión y atención por parte de la sociedad

Carta a mi hijo con discapacidad: esclerosis tuberosa
Álvaro Villanueva

Querido Alvarete,

Este 15 de mayo, como cada año, es el Día Internacional de la Esclerosis Tuberosa, una de esas fechas que para muchos pasa desapercibida, pero que en casas como la nuestra tiene un peso especial. Es un día para recordar que hay batallas que no se ven, que se libran en silencio, sin pancartas ni titulares. Un día para homenajear a los que, como tú, luchan sin rendirse, aunque no siempre puedan contarlo.

En tiempos de prisa y eficiencia, como los actuales, persiste —como una sombra silenciosa— la idea de que solo merece cuidado quien puede ser curado. Que la prioridad debe reservarse para aquellos cuyos cuerpos aún pueden rendirse al bisturí o al fármaco, como si la posibilidad de sanar otorgara mayor derecho a la atención. Y así, sin maldad declarada, pero con su “lógica implacable”, se deja a un lado a quienes no tienen la promesa de la cura, como si su sufrimiento doliera menos, como si su vida pesara menos en la balanza de lo urgente. Ese pensamiento, tan frío como real, es más común de lo que imaginamos. Lo vemos incluso en quienes más deberían combatirlo. Lo vemos cuando aparece un nuevo síntoma en alguien como tú y, en lugar de activar los protocolos y las pruebas urgentes, se duda, se resta importancia, como si el dolor fuera menos grave por no tener una cura definitiva. Como si tu enfermedad ya justificara cualquier malestar. Como si tu dolor valiera menos que el del resto.

Una mañana, tu madre —completamente agotada, exhausta— dijo algo que se me quedó grabado: “Nadie sabe la intensidad con la que vivimos”. Y tiene razón. Vivíamos en una especie de sismo constante, buscando respuestas, sin que nadie nos escuchara del todo. Hasta que un día, el doctor Juan Bravo, uno de esos que aún miran con el corazón, decidió escucharnos. Sospechó que tal vez estabas sintiendo dolor y te puso un tratamiento. No teníamos certeza, pero sí una intuición: algo te estaba doliendo por dentro. Y entonces, en cuestión de días, cambiaste.

Recuerdo también aquellos meses que estabas fuera de ti. Hasta que una noche, casi por casualidad, descubrimos que tenías una plaga de lombrices. ¡Lombrices! Algo tan sencillo, tan tratable… y, sin embargo, durante semanas nadie lo vio. ¿Por qué? Tal vez porque, total, “no se te puede curar del todo”. Y es aquí donde uno se rebela. Porque ¿cómo se mide el valor del dolor? ¿Y la medida del sufrimiento de un padre? ¿Cuánto valen tus días vividos con malestar, sin poder expresarlo, sin que nadie repare en ti porque no puedes contarlo? ¿Cuánto pesan tus lágrimas invisibles, esas que no se ven, porque no hablas, porque no te quejas?

Yo mismo, lo confieso, he caído en ese mismo error. A veces estoy tan agotado que prefiero no mirar, no darme cuenta. Porque sé que, si lo hago, entraré en una lucha sin tregua, un desgaste brutal que a menudo solo me lleva contra la pared… y me deja solo con la desesperación.

Recuerdo cuando empezaste a perder el habla. Cómo luchaba contra ello. Te llevé a todo tipo de especialistas. Me iba desgastando, yendo de un lado a otro, sin resultados. Solo veía cómo seguías retrocediendo y yo no podía hacer nada. Aún hoy, cuando estás tranquilo, cuando logras concentrarte un minuto, me pongo delante de ti, te miro fijamente y empiezo a decir “papá”, como cuando eras un bebé y te lo enseñé por primera vez. No pierdo la esperanza de que vuelvas a decirlo. Algunas noches me despierto creyendo haberte escuchado gritar mi nombre, como hacías cuando te despertabas con miedo de pequeño, pero es solo un sueño. Y volver a la realidad duele.

Alvarete posa junto a su madre.

Luchar contra lo irreversible es difícil, pero con el dolor es diferente. ¡Tiene que ser diferente! No puedo mirar hacia otro lado solo porque no hables. No puedo llenarte de calmantes sin antes haber intentado comprender qué te está pasando. Porque tú eres la persona más cariñosa que conozco. Cuando no lo eres, cuando te pierdes en ti mismo, tiene que haber un motivo.

Cuando se priorizan solo las urgencias visibles se dejan a un lado a quienes, como tú, están “estables dentro de su cronicidad”, como si eso fuera suficiente. Yo lo entiendo. Pero también nos deberían entender a nosotros, los padres, que no podemos dormir tranquilos sabiendo que nuestro hijo puede estar padeciendo… y que no estamos haciendo nada para aliviarlo.

Por todo eso, hoy, en este día, levanto la voz por ti y por tantos como tú. No para pedir compasión —porque no damos pena—, sino para pedir comprensión. Para exigir una mirada atenta, una mirada profunda, humana. Que no se os dé por amortizados. Que no se os considere casos perdidos. Que no se os aparte solo porque no se os puede curar del todo.

Porque la vida no se puede medir con métricas racionales. Tu vida vale tanto —o más— que la de cualquier otro. Aunque no puedas hablarnos con palabras, lo haces con gestos, con miradas, con esas sonrisas que iluminan las estancias, con esos abrazos que nos envuelven sin previo aviso. Nos dices que estás aquí, muy vivo, disfrutando a tu manera, queriéndonos como solo tú lo sabes hacer. Por eso, y por muchas cosas más, mereces todo nuestro esfuerzo, toda nuestra entrega, para que puedas seguir haciéndolo. Porque mientras tú sigas desbordando vida, nosotros seguiremos luchando para que esa vida tuya sea vivida con dignidad, sin dolor y con todo el amor posible.

Siempre me tendrás a tu lado, buscando respuestas imposibles, luchando contra la lógica de tu situación. Sin saber lo que es rendirse, porque uno no puede claudicar cuando se trata de un hijo. Aunque el camino sea incierto y esté lleno de sombras, mientras tú sigas adelante yo encontraré la forma de seguirte. Tú marca el ritmo. Yo no te soltaré la mano.

Te quiero,

Papá.

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