Los adolescentes no tienen con quien hablar
Todos los abusos que nos aterran son ciertos, pero solo son posibles por una soledad a la que hemos condenado a los chicos


La adolescencia exhibe la condición humana de forma superlativa. Al contrario de lo que muchas veces creemos, quienes transitan desde la infancia a la vida adulta no son extraños extraterrestres ni sujetos incomprensibles. Son, simplemente, la expresión radical de aquello que también somos nosotros. La emotividad, la inseguridad, la ambición y los terrores de un joven son exactamente los mismos que los de cualquier adulto, solo que multiplicados. Son personas que quieren más alto, más rápido, más fuerte. Por eso nos cuesta tanto seguirlos.
El cuño fundacional de las primeras veces se convierte en el punto de partida de la vida futura. Todo amor le debe su significado al primer amor, y la forma y el sabor de casi todos nuestros miedos se forjaron en el patio de un colegio o de un instituto. La experiencia se construye también con las palabras, y los conceptos nunca refulgen con tanta intensidad como cuando hacen su debut. Son el verdadero canon, la barra de iridio que sirve de metro patrón para toda nuestra biografía. De algún modo, estamos condenados a vivir desde el lugar en el que nombramos algo por primera vez.
Que somos seres de palabra es algo que nos enseñaron los antiguos, pero si sentimos la urgencia de nombrar y de expresarnos no es tanto porque queramos hablar, sino porque necesitamos ser escuchados. El habla construye la humanidad no tanto desde la emisión, sino desde la escucha, que es la forma más sofisticada de ejercer el cuidado. Y la palabra hablada es la prueba más definitiva de cuánto importa lo invisible.
En nuestra ceguera, seguimos culpando a la tecnología todos los males de nuestro tiempo: del triunfo de los populismos o de la violencia adolescente. Pero, hace unas semanas, dos profesoras me recordaron lo evidente tras una charla en su colegio. Les trasladé, como tantos, mi inquietud por las pantallas y las redes sociales. Pero aquellas docentes, sabias y atentas a su vocación, matizaron la preocupación.
Todos los abusos que nos aterran son ciertos, pero solo son posibles por una soledad a la que hemos condenado a los adolescentes. Los chicos no tienen con quien hablar en casa, me dijeron, porque los horarios salvajes y las distracciones vitales han quebrado el ritual humanizador de la palabra. Hasta es extraño que una familia se escuche hoy alrededor de una mesa. Entendí que a los adolescentes no les pasa nada distinto de lo que nos ocurre a nosotros. Lo único que necesitamos es sentirnos queridos, lo que a veces solo consiste en tener a alguien con quien hablar.
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