El papa Francisco, un revolucionario sin revolución
En cuestiones de feminismo e igualdad de los homosexuales no pasó de la frase paternalista, y su postura en asuntos como el aborto o la eutanasia fue tan rocosa como la del más ultramontano


“Franciscus”, se leerá en el sepulcro del Papa, tras unos días de exequias con la pompa vaticana muy rebajada para que la muerte de este hombre sencillo rime con su vida. Fue esta humildad, tan celebrada en los pésames, la piedra sobre la que Francisco construyó su popularidad como pontífice de los pobres. Le ayudó mucho en su empeño el odio sulfuroso que despertó en la reacción, de Milei al último opinador de la ultraderechita cobarde. Con cada insulto delirante, apuntalaron el prestigio revolucionario de un pastor que, si hubiera prescindido de sus gestos y se hubiese quedado solo con sus obras, lo habría tenido muy difícil para defender su pedigrí progresista.
En cuestiones de feminismo e igualdad de los homosexuales no pasó de la frase paternalista, y su postura en asuntos nucleares como el aborto o la eutanasia fue tan rocosa como la del más ultramontano. Tampoco con la inmigración le fue mejor: pese a sus discursos de denuncia de la atrocidad humanitaria en el Mediterráneo, el poder vaticanista, esa red densa de influencia política que empapa a todos los gobiernos del orbe cristiano, fue incapaz de matizar el giro xenófobo de los legisladores en Estados Unidos y en la Unión Europea.
Pero hay un asunto que me parece más revelador y del que apenas se está hablando estos días. Una semana después de la matanza de Charlie Hebdo de enero de 2015, en la que 12 personas fueron masacradas por dibujar chistes, declaró: “No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás. No pueden burlarse de la fe. No se puede”. Y luego bromeó, con su espontaneidad ya entonces proverbial: “Es verdad que no se puede reaccionar violentamente, pero si Gasbarri [su colaborador], gran amigo, dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo”.
No fue misericordia cristiana ni comprensión ni amor por la libertad lo que inspiraron esas palabras. Tampoco el aperturismo, sino el repliegue. Hablaba ahí como lo que nunca dejó de ser: el líder de una religión que no negocia ni rebaja sus dogmas ni tiene el menor interés por conciliarlos con el mundo secular que la rodea. Y tampoco tenía por qué, pero su vida de gestos sencillos, su proclama de la humildad, su tendencia a la frase conmovedora, su capacidad seductora para decirle a cada cual lo que cada cual quería escuchar y la rabia espumosa que provocaba en los perros más ladradores de la reacción lo han entronizado como un reformista, o incluso como un revolucionario. Ese fue su gran milagro: convertir en vino progresista un estanque cenagoso de agua rancia.
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