Lágrimas por los hijos maltratados de Trump
Los niños de inmigrantes deportados en EE UU no necesitan ni 30 muñecas ni 2, sino a los padres que les están siendo arrebatados


La infancia parece eterna mientras la vives, pero es una ventana demasiado estrecha cuando la contemplas desde lejos. En 12 años te la juegas. Nos la jugamos los padres al educar porque toda la impaciencia que sentíamos ante un lloro interminable, un mal curso y tantos momentos en que el tiempo parecía no avanzar deja de tener sentido. De la noche a la mañana, la infancia pasó, se evaporó, los hijos marchan por su propio pie y hasta los abrazos que les demostraban nuestro apoyo ilimitado chocan con su rechazo. Hasta ahí hemos llegado. Y la intervención que podemos hacer entonces los adultos se convierte en algo estéril. Al menos, a corto plazo.
Por ello, parte el corazón contemplar los dramas evitables que viven algunos niños durante periodos que parecen acotados, pero que dejan una huella indeleble. Los tres niños rescatados de un chalé en Asturias donde los padres los tenían encerrados sin higiene, sin aire fresco, sin escuela, sin conocer siquiera la hierba del jardín que les rodeaba, pasaron así cuatro años, la mitad de su vida en el caso de los gemelos de ocho años. Los niños exiliados de Ucrania amasarán más recuerdos de España o de cualquier lugar de acogida que de su país natal y sufrirán así la ruptura con sus raíces. Qué decir de los gazatíes más pequeños.
Pero otros hijos sufren también dramas que podían haberse evitado y son los niños maltratados de Trump. El presidente de EE UU proclama entre las risas de su público que -debido a los aranceles- los niños ya no podrán tener 30 muñecas en Navidad sino solo dos, pero a muchos de ellos no les está quitando exactamente un juguete, sino a sus padres o madres, perdidos en la pesadilla de la deportación. Antonella es una pequeña de dos años cuya madre ha sido enviada a Venezuela. Hoy vive en un centro de menores. Kaylin, de un año, sufre la deportación de su madre a Cuba.

En Las normas de la casa de la sidra, extraordinaria película de 1999, Michael Caine insuflaba de orgullo a los pequeños abandonados de Nueva Inglaterra para que se crecieran en el orfanato al que estaban condenados. En la América de hoy no conocemos al Michael Caine que pueda hacer lo mismo con los hijos de los deportados, pero sí a quien les ha roto la vida. Y esos niños no necesitan ni dos ni 30 muñecas, sino recuperar a los padres y madres que tienen, que los quieren y que les han sido arrebatados. Porque su herida perdurará mucho más que su infancia.
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