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TRIBUNA
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Una película de nadie (o lo que nunca te cuentan de Cannes)

Los caprichos de productores con mucho poder y poco cerebro han destrozado filmes a los que nunca se les permitió ser lo que debían

Una película de nadie (o lo que nadie te cuenta de Cannes). Isabel Coixet
Isabel Coixet

Salió de su modesto hotel cerca de la estación de autobuses muy temprano pensando qué le diría aquel productor cuyo apremiante mensaje había recibido la noche anterior. Intuía que le esperaba una mañana dura. El hombre acababa de llegar de Los Ángeles, tenía innumerables compromisos y “la première con George, ya sabes”. ¿Puedes venir a las nueve? Ella pensó que la première con Clooney sería a las siete de la tarde y que no hacía falta que quedaran tan temprano, pero asintió fingiendo un entusiasmo que no sentía: por supuesto, allí estaré.

En el hall le preguntaron dos veces con quién tenía cita, mirando con suspicacia sus zapatillas de cordones deshilachados, sus gafas, su aspecto de no pertenencia: estaba acostumbrada. La escoltaron con indiferencia al ascensor, de él salieron Willem Dafoe y su despampanante mujer italiana cogidos de la mano, ella 30 años más joven que él, quizás más. Nada sorprendente en un mundo donde hasta los 70 los hombres siguen recibiendo ofertas para interpretar a protagonistas seductores, mientras las actrices de 40 languidecen en papeles de composición si tienen suerte.  

La habitación del Martinez era sofocante en su lujo. Unas cortinas gruesas de terciopelo dorado atenuaban la luz de la mañana, mientras que el murmullo distante de la multitud del festival apenas llegaba a la gruesa alfombra. El carro del desayuno resplandecía con un festín apenas tocado. A su lado, un soporte mostraba un cartel de una película desconocida. Cuando se acercó, se dio cuenta de que era la suya: con otro título, otra estética. Otros nombres que no conocía: montaje, banda sonora. Sintió que la invadía el desaliento. Sobre la mesa de cristal, un portátil parpadeaba con una cronología de algo que vagamente tenía que ver con la película que ella había rodado meses atrás.

Él estaba sentado frente a ella con las piernas cruzadas, una sonrisa que olía a puro y a poder reciente, con esos dientes blancos como espejismos que poseen todas las personas del mundo del cine en California. Un gran productor en Cannes durante tres días y que ya jugaba a ser Dios con media docena de películas. Su voz era suave, ensayada. “Te lo digo como amigo, como alguien que siempre ha irado profundamente tu trabajo. El nuevo montaje da mejores resultados. Es más... accesible. ¡Es trepidante! Me lo agradecerás después. Míralo con calma. Sin prisa. Y te doy mi palabra de honor de que si de verdad no te gusta volveremos a tu versión. Estarás conmigo al menos en que el título es mil veces mejor...”.

Ella sabía que mentía. Una vez recortada la película por el estudio, bajo la normativa americana, no hay nada que un autor pueda hacer, salvo tragarse la furia, intentar olvidar que aquello había ocurrido y no volver a firmar pactos con el diablo. Sus manos se lo decían: tamborileaban con los dedos demasiado rápido, yendo hacia el carro del desayuno a coger un grano de uva. “¿Has desayunado? Sírvete lo que te apetezca... ¡Ah!, la mantequilla salada sa, qué tentación”. Sus ojos se movían rápidamente, sin sostener los de ella demasiado tiempo. No estaba salvando su película; estaba salvando una inversión haciéndola más segura, más aburrida. Infinitamente más banal. Desmantelaba la violencia silenciosa que ella había pasado dos años creando. Podía escucharse a sí misma respondiendo: “Puedes reeditarla como quieras, pero si se estrena así, me encontrarás sentada en la rueda de prensa diciéndole a cada periodista que pregunte que has secuestrado mi película y le has quitado todo lo que yo había puesto en ella”. Pero no dijo nada de eso. Su boca permaneció inmóvil, los labios apretados en lo que podría haber pasado por un acuerdo, o quizás una rendición educada.

Sabía cómo se jugaba este juego. Había rodado en selvas, en desiertos helados, dormido en salas de montaje, sangrado por historias que nadie quería oír. Pero esto —este sabotaje sonriente en un hotel de cinco estrellas— no era una lucha que ganaría con la verdad. No allí. No ahora.

Así que sonrió. Un gesto pequeño y preciso. Suficiente para mantener la paz. Suficiente para hacerle creer que había comprendido su lugar.

La reunión terminó con apretones de manos, promesas y un brindis con champán que apenas tocó. Al salir de la fría y dorada sofocación del Martinez, el sol le dio en la cara como una bofetada.

La Croisette ya era un desfile. Mujeres con vestidos de lentejuelas, sus tacones repiqueteando a un ritmo implacable hacia la siguiente alfombra roja. Hombres de esmoquin ajustándose las pajaritas, fotógrafos buscando un instante de imperfección. Risas, tratos, elogios flotando en el aire como confeti.

Pasó junto a ellos, sintiéndose invisible con su camiseta negra y sus sandalias desgastadas. Pero lo prefería así. La playa estaba a solo unas calles, lo suficientemente cerca como para recordar que había un mundo más allá de este circo brillante.

Al llegar a la arena, el ruido se apagó. El mar, indiferente e inmenso, respiraba a un ritmo lento y eterno al margen del bling bling y de las decepciones.

Se quitó los zapatos y se detuvo al borde del agua.

Su mente se llenó de rostros. No su rostro, ni el del productor; solo los rostros de quienes la precedieron. Las mujeres que lucharon por contar historias que no vendieran productos. Los hombres que se negaron a suavizar las asperezas de la verdad. Los cineastas a los que les había mentido, manipulado, silenciosamente borrado. Aquellos que lucharon hasta que no les quedó nada más que sus nombres, a veces ni siquiera eso.

¿Cuántos habían estado allí, con los pies en el mismo mar, tragándose la misma ira?

Pensó en un director al que una vez iró, cuya última película fue masacrada hasta quedar irreconocible. En una joven cuyo debut fue archivado tras la interferencia del estudio. En todos los funerales silenciosos celebrados por películas a las que nunca se les permitió ser lo que debían ser por el capricho de alguien con mucho poder y poco cerebro.

Cerró los ojos.

Esta guerra estaba perdida, pero ella continuaría luchando. Cómo y donde fuera. Y su corazón no sangraría cuando tiempo después, en las páginas de Variety, el nombre del tipo que le había destrozado su película saliera en la sección de noticias de despidos y muertes.

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