Cuando el papamóvil es un auto de fe
Bernat Castany Prado escribe en este texto de ‘TintaLibre’ que, por muy caóticas que nos parezcan las sociedades modernas, entregarse a la fantasía de un pasado que nunca existió no es el modo de mejorar nuestra situación


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A diferencia del rey emérito, Fidel Castro y Michael Schumacher, el papa Francisco caía bien. Quizás a mí también. Pero, aunque no sé si estaba sentado a la derecha de un dios zurdo, o a la izquierda de un dios diestro, sí creo que la bonhomía de un solo individuo no es motivo de peso para poner por los cielos a toda una organización. Pues, del mismo modo que el destino de un país no puede depender del doble azar de que su gobernante no sólo haya nacido en una cuna real, sino también con un carácter ideal, un solo papa bueno no puede redimir de la noche a la mañana a una Iglesia que carga con una historia deplorable y unas estructuras problemáticas, incluso desde los mismos patrones del cristianismo (aunque hay muchas formas de interpretar el cristianismo, porque, como solía decir, en sus clases, Felipe Martínez Marzoa: “Hace falta más fe para creer que sabemos lo que dice la Biblia, que para creer en lo que creemos que sabemos que dice la Biblia”). Todo lo cual merece un debate más profundo y atrevido que el de los homenajes televisivos y los comunicados diplomáticos.
¿A qué viene este revuelo de hombres con faldas que debe de haber sumido en las más contradictorias de las ensoñaciones a esos otros hombres con faldas de los que los primeros abominan? ¿Acaso estamos en pleno agosto, cuando el periódico tiene dos páginas, y el tiburón del clickbait huele la sangre hasta debajo de las piedras? Al contrario. Pues estamos en el que “por mayo era por mayo” de un inicio de siglo frenético que hará la delicias de los escritores de novelas históricas del futuro. ¿Entonces? Recuerdo que no hace ni 10 años que oía a un sacerdote lamentarse, al ver las mastodónticas manifestaciones nacionalistas en Cataluña, de que la religión ya no fuese capaz de suscitar tal entusiasmo. Me lo imagino ahora ante la televisión feliz al ver que la Iglesia parece volver a tener algo que decirle a la sociedad. Un poco como esos partidos de la oposición, que se alegran cuando se nos echa encima una crisis, porque eso les permite responsabilizar al Gobierno y presentarse como los salvadores. Y es que no sólo no hay ateos en la víspera de un examen, como decía Woody Allen, sino tampoco al día siguiente de una crisis económica.
Como estudió Raoul Girardet en Mitos y mitologías políticas, siempre que se produce una crisis (esto es, siempre), desde el fondo del imaginario colectivo emergen cuatro tipos de mitos: el mito de la edad de oro, el mito del complot, el mito del líder y el mito de la unidad. Entonces (siempre), desde todos los puntos del speaker’s corner digital, partidos políticos, movimientos sociales y ese tipo de individuos a los que el sociólogo Howard S. Becker llamó “emprendedores morales” (¿lo seré yo también?) tratan de vendernos a gritos sus medicinas milagrosas. ¿Por qué no iban a sumarse entonces los más experimentados de los “pescadores de hombres” al río revuelto de la crisis eterna en la que la humanidad está siempre sumida, para asegurarnos que antes, cuando ellos mandaban, todo era mejor; que el laicismo republicano, transformado en el demonio de paja del nihilismo posmoderno, es el culpable de todo lo que nos sucede (¿No es la historia agotadora? Aún no has acabado de criticar a los posmodernos, que ya tienes que volver a escapar de los reaccionarios…); que sólo podremos salir de esta crisis si regresamos al redil del dogma verdadero y de la eterna tradición, y que la comunidad religiosa forma una unidad que debe mantenerse pura e inmutable, per fecula feculorum?
La cruzada rugby et orbi
Sé que hay gente que cree en todo ello de buena fe, y mi intención no es criticarles o entristecerles (aunque crea que esa tristeza, que otros llaman “nihilismo”, no sea más que el rescate que debemos pagar por nuestra liberación; algo así como el síndrome de abstinencia que debemos superar cuando decidimos desintoxicarnos de las falsas ilusiones en las que fuimos educados; aunque no puede ser es que al día siguiente de marcharnos de la casa de Dios padre volvamos a pedirle que nos lave la ropa, pero esa es otra historia...). A quienes sí que critico es a los políticos reaccionarios (esos meapilas Duracel) que han visto una oportunidad en la nostalgia religiosa para adelantar unos metros más su trinchera en la cruzada cultural rugby et orbi, esto es ‘a golpes por todo el mundo’, que han iniciado contra la democracia. Porque si han ido a Roma ha sido para exprimir al papa y obtener un sumo pontífice, esto es, un rédito emocional religioso del que pretenden extraer un rédito político. Vaya, la impostura-política de siempre, como diría Spinoza. Y es que el problema no es que los productores de Yo también fui a EGB, nos ofrezcan ahora Yo también toqué la guitarra en misa de ocho, sino Yo también me sumé a la cruzada de los niños. No, el nihilismo y el fanatismo no son las dos paredes entre las que el ser esté condenado a correr su course Navette hacia la nada. Es posible avanzar en otras direcciones.
Ni antes todo era mejor. Ni tampoco hoy todo es perfecto. Aunque sólo sea porque el ser humano será siempre esencialmente el mismo: un embutido de ángel y bestia, como decía Nicanor Parra.
Qué cosa más traidora es la nostalgia. Porque ¿acaso existió alguna vez aquella buena época en la que todo estaba en su sitio? No, y menos mal. Porque si el Tiktaalik roseae no hubiese salido del agua hace 375 millones de años, jamás habría habido vida terestre. Y si los primeros homínidos se hubiesen quedado en sus territorios de origen, la humanidad no existiría. ¿Y acaso existió alguna vez aquella edad de oro en la que los buenos chicos jóvenes obedecían mansamente a sus padres (biológicos y espirituales), y las buenas chicas jóvenes no pensaban más que en istrar correctamente el dinero que les pasaban sus maridos? ¿O aquella Arcadia en la que todo era campo y el término “polución” estaba reservado sólo para los adolescentes y los sacerdotes?
Ni esa edad de oro fue ni plátano es. Porque, por muy caótico, desgastante y terrible que nos parezca vivir en nuestras sociedades modernas (bendecidas, todavía, con libertades y comodidades inauditas en la historia de la humanidad), no creo que entregarse a las fantasías compensatorias de un pasado que ni existió, ni sería deseable que existiese, sea el modo de mejorar nuestra situación. Ni antes todo era mejor, ni tampoco hoy todo es perfecto. Aunque sólo sea porque el ser humano será siempre esencialmente el mismo: un embutido de ángel y bestia, como decía Nicanor Parra. Y también porque la historia es una trilera que nos da con una mano lo que nos quita con la otra. Lo cual no quita que debamos esforzarnos, generación tras degeneración, en hacernos fieramente humanos. Lo que sí quita son esas fantasías reiniciáticas que nos llevan a tirar por la borda, no la estatua de Poseidón, sino los víveres que hubiesen podido mantenernos fuertes durante la tormenta.
Y entre esas cosas peores estaba, sin duda, no diré la religión, pero sí la religión invadiendo la esfera de la política. “¡Pero la Iglesia que busca el papa Francisco es diferente!”. Puede ser. Un poquito, sí. Pero eso es un pestañeo en la larguísima vida de la única institución que lleva más de 2.000 años segregando tanta irracionalidad y violencia sobre la Tierra que hará falta mucho más de 12 años para reformarla, como prueba, quizás, el hecho de que, a pesar de la sincera humildad de sus exequias, el papa Francisco vaya a compartir el suelo de la basílica de Santa María la Mayor con el papa Clemente VIII, que condenó a la hoguera al filósofo Giordano Bruno, o con el papa Pío V, que fue un terrible inquisidor y antisemita (valga la redundancia).
“¡Pero eso fue hace mucho tiempo!”. ¿Y no habíamos quedado que la Iglesia representaba el retorno a la edad de oro? “!Pero no la Iglesia de esa época!”. ¿Cuál, entonces? ¿La de los primeros cismas del siglo III, en la que nuestros idealizados cristianos primitivos se entremataban por oscuridades teológicas? ¿La Iglesia triunfante de tiempos de Constantino y Teodosio, que abusó del poder para entregarse a sus santas venganzas? ¿O la de las persecuciones provocadas por el cisma de los donatistas o la disputa entre iconoclastas e iconólatras? “No, esa Iglesia no, la de más tarde”. ¿Te refieres, entonces, a la Iglesia de las cruzadas? ¿O a la del gran cisma de Occidente, del siglo XIV, que hizo que los italianos todavía hablen hoy en día de la rabbia papale? ¿O a la que quemó a los sacerdotes Juan Hus y Jerónimo de Praga tras la guerra de los husitas? ¿O a la de las guerras entre católicos y luteranos, que, como señala Voltaire, hizo que el precio de la leña se disparase en toda Europa por la multitud de hogueras encendidas? ¿O la que le dio bulas papales a la Corona española para que expandiesen el evangelio del amor por una América que fue arrasada y esclavizada? ¿O a la de la masacre de San Bartolomé, la masacre de los Vaudois, la masacre de las Cévennes? “No, esa Iglesia tampoco, la de después”. Entonces hablas de la Iglesia que metió en la cárcel a Diderot, intentó censurar la Enciclopedia, hizo vivir en el exilio a Voltaire, y ejecutó de forma horrible, ya a finales del XVIII, a Jean Calas o al chevalier De La Barre?
Un auto de fe
“No, esa tampoco, la de después”. Entonces hablas de la Iglesia de los siglos XIX y XX, que ya no pudo matar, porque fue apartada del poder político, y porque su discurso fue domesticado por los valores humanísticos e ilustrados (de los que se prescindió olímpicamente en otros ámbitos, como los del colonialismo o la igualdad entre hombres y mujeres). Aunque también es cierto que la mayor parte de sus no dudó en apoyar o convivir con todos los movimientos reaccionarios, y las dictaduras de turno, al igual que hacen hoy muchos de sus obispos, que a mí me parece que si no fuesen ellos mismos los que oficiasen las misas no entrarían en las Iglesias hasta después del alzamiento... Por todo esto, y por muchas otros hechos de los que ya ni nos recordamos, es legítimo que nos preguntemosi si el papamóvil no es —estrictamente hablando— un auto de fe.
“Pero la Iglesia es plural, y está embarcada en un proceso de cambio político”. Y bien que hace, si bien debería hacerlo de forma privada (privada de poder político) y a la vez democrática. “¿Cómo puede ser eso?” Porque, en lugar de aspirar a entrar en la política democrática (lo demás no es política, tekné politiké, sino sólo dominio, tekné basiliké), debería dejar que la política participe de ella, democratizando sus propias estructuras. Más aún, haciéndose laica. Porque, aunque muchos ven en el laicismo una amenaza para la religión, lo que es, en verdad, es una defensa de la misma. “¿Cómo puede ser eso?”.
El laicismo no sólo aparta a la religión de la tentación del poder respecto del resto de la sociedad, sino también respecto de sí misma. Porque, dentro de cada religión coexisten numerosas tendencias religiosas, que no dejan de ser una proyección de las tendencias políticas que atraviesan la sociedad
Primero, porque el laicismo defiende a la religión de la tentación del poder. Decía Pítaco de Mitilene en el siglo VI: “¿Queréis saber cómo es un hombre? Revestidle de un gran poder”. Pero no es que el poder revele; es que el poder corrompe (“Mi tesoro…”). De ahí que la división de poderes que Montesquieu propuso en el siglo XVIII no sólo deba aplicarse a los poderes institucionales (legislativo, ejecutivo y judicial), sino también a todas las esferas humanas: ninguna clase social, cultura, género o persona debería gozar de un poder ilimitado sobre los demás, por la sencilla razón de que, tarde o temprano, acabaría haciendo un mal uso de él; sino que todos los grupos y todos los individuos deberían vigilarse y limitarse los unos a los otros. Y eso se aplica también a la religión. Lo cual explica la extraña oscilación de vicarios y sicarios de Dios en la tierra, desde que, en el año 313, Constantino se convirtió al cristianismo, y poco más tarde Teodosio lo erigió en la religión oficial. Flaco favor que el laicismo trata de redimir. Porque, si la Iglesia no ha matado “legalmente” a nadie en las últimas décadas, no es porque no haya querido, sino porque no ha podido (aunque sí que ha podido no pagar el IBI… Ibi sunt? Quo evadis?). Y lo mismo se aplica a todas las creencias, incluida –vale- el ateísmo.
Pero el laicismo no sólo aparta a la religión de la tentación del poder respecto del resto de la sociedad, sino también respecto de sí misma. Porque, dentro de cada religión coexisten numerosas tendencias religiosas, que no dejan de ser una proyección de las tendencias políticas que atraviesan la sociedad. Como decía Shakespeare, “hasta el demonio puede citar las Escrituras a su favor”. (Pero ¡¿cómo iba a estar Dios solo de un lado si es omnipresente?!). Y si una de esas creencias en particular participase del poder político, no sólo acabaría tratando de imponerse a los demás ciudadanos, en general (a veces en Generalísimo), sino también a las demás tendencias que conviven en su seno (pues la mínima aspiración de muchos sacerdotes parece ser, a lo sumo, pontífices). Lo cual, le restaría vitalidad, aunque sólo fuese porque la deslegitimaría a los ojos de una parte de sus creyentes, y de buena parte de la sociedad. El laicismo garantiza, pues, la división de poderes en el seno mismo de cada religión, resistiéndose a ofrecerle a una de ellas un poder excesivo que la llevaría a tumorarse en torno a una sola de sus facciones. De ahí que exista una larga tradición cristiana que no sólo aboga por que la religión no participe del poder político, sino que rechaza, incluso, la organización eclesiástica. Pues hay un anticlericalismo ateo, y también hay un anticlericalismo cristiano. Como el del primer franciscanismo o el del erasmismo. En conclusión, cada dios en su templo, y la democracia (que, como dijo Paul Auster, es la religión de los que no tienen ninguna) en el de todos.
Mi problema no es con la creencia de cada cual, sino con la religión oficial. Porque la religión, como la criminalidad, es más grave cuando es organizada
No seré yo (a pesar de que las únicas Sentencias vaticanas que me interesan son las de Epicuro, quien aceptó a los dioses “como animales de compañía”) quien diga que la religión es la única causa del mal en el mundo, aunque sólo sea porque creo que la principal causa de todos los males de este mundo es considerar que existe una causa principal de todos los males de este mundo. No; la historia es un barco con mil fugas, que tiene prohibido entrar a puerto, de modo que no puede repararse más que con sus propios materiales. Y es que, además de la cruz, están el oro y la espada, esto es, el idealismo, la codicia y las ansias de poder. Ah, y también un poco la líbido (para que Freud no llore).
No diré, pues, que Dios es la hipóstasis de una hipótesis; que “si hay más allá, hay menos aquí”; que creer en Dios para salvarse en la otra vida es como comprarse un trasatlántico por el salvavidas; o que el idealismo platónico construyó un castillo en el aire, el cristianismo se instaló en él, la Iglesia cobró el alquiler, el nacionalismo lo ocupó, y ahora la ultraderecha se quiere llevar los cascotes. Mi problema no es con la creencia de cada cual, sino con la religión oficial. Porque la religión, como la criminalidad, es más grave cuando es organizada. Algunos quieren que lo olvidemos, y aprovechan la inquietud generalizada para hacernos creer que el tradicionalismo religioso es un buen clavo, o madero, ardiente. Que, como dice el lema de la Orden de los Cartujos, Stat Crux dum volvitur orbis. “La cruz se mantiene erguida mientras el mundo da vueltas”… Si bien, puestos a recitar latines, ¿no sería más valiente mirar cara a cara a la realidad, y decir con el escudo de París Fluctuat nec mergitur, “azotada por las olas, pero no hundida”?
Buena tormenta nos espera. De ahí que sólo me quede decir, citando el Banquete religioso de Erasmo, el antibárbaro, del que hubiese salido un gran papa, pero cuyas obras fueron prohibidas, en perfecta comunión, por católicos y protestantes: “San Sócrates, ruega por nosotros”.
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