No se puede dirigir la Fiscalía y sentarse en el banquillo
Este proceso no tiene garantías, pero no se debe tensionar el sistema más allá de lo aconsejable ni restar capacidad de defensa a García Ortiz


El proceso contra el fiscal general del Estado constituye una extravagancia que tiene su última manifestación en el auto de procesamiento como elemento previo a la apertura de juicio oral por un delito de revelación de secretos. La explicación que justifica cómo un caso sin causa ha llegado tan lejos difícilmente puede encontrarse en el perímetro de lo jurídico. Razones de otra índole explican el (ab)uso de acciones judiciales para dar continuidad, por vía vicaria, a una lucha sin cuartel contra rivales políticos.
La dimisión del fiscal general es, de hecho, un objetivo largamente buscado por quienes, como Manos Limpias, ejercen la acusación popular apartándose así de los principios que legitiman su intervención en el proceso. Este debate de la dimisión ya se planteó con intensidad cuando se inició la investigación y, aunque tuvo sentido entonces apelar a la resistencia en el puesto como defensa contra una “no causa”, su procesamiento ahora incrementa seriamente los costes institucionales de mantenerse en activo y, más importante aún, limita el intento de denunciar lo que parece evidente. Dirigir la Fiscalía y sentarse en el banquillo de los acusados al mismo tiempo no es posible sin condicionar el instrumental a utilizar por la defensa, ni tensionar las costuras del sistema más allá de lo aconsejable. Así, ¿sería realista imaginar al fiscal general acusando de prevaricación al juez que ha instruido esta causa?
En España es la primera vez que se persigue penalmente al titular de una institución tan relevante, pero tampoco es habitual que se investigue una filtración periodística como un delito de revelación de secretos, ni que se ordene un registro desproporcionado en la sede de la Fiscalía con el mandato de interceptar todos los dispositivos electrónicos de Álvaro García Ortiz. Más raro resulta todavía que se le atribuya un presunto delito por entender de manera indiciaria que ha sido él quien filtró un correo cuando eran decenas de personas en la fiscalía las que tenían a su contenido; sin contar a las partes implicadas en el propio proceso de fraude fiscal en el que está implicado el novio de Isabel Díaz Ayuso.
Las singularidades de este proceso son tantas que no faltará quien sostenga la conveniencia de que el fiscal general permanezca en el cargo. Lo considero inadecuado, porque contribuiría a restar atención a lo verdaderamente mollar: la conformidad a Derecho de la causa. Y es que la instrucción y el auto de procesamiento arrojan no pocas evidencias de una actuación judicial peculiar con consecuencias sobre las paredes maestras de todo proceso judicial de carácter penal. Nos referimos, de una parte, al principio de presunción de inocencia que protege al encausado y exige probar de manera robusta aquello que se le imputa; y, de otra, a la obligación de imparcialidad que compromete al juez tanto en su dimensión objetiva como subjetiva.
Se trata, en ambos supuestos, de garantías irrenunciables en un Estado de derecho que protege a cualquier ciudadano, también al fiscal general. El principio de inocencia y la exigencia de imparcialidad constituyen además el fundamento de la confianza en el sistema judicial, a la par que dotan de legitimidad última a sus decisiones. Pues bien, algo falla en este caso cuando, sin mediar sentencia, ya existe el convencimiento en una parte de la ciudadanía sobre la culpabilidad de Álvaro García Ortiz. Lo propio cabría decir de quienes no tienen tampoco dudas sobre la motivación espuria de la causa y la falta de imparcialidad de quien la instruye. Con dimisión o sin ella, ¿cómo se restablece ahora la confianza en el proceso? ¿Y quién responde por el daño causado al sistema?
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