La matrioska estomacal
“El manual de uso del embarazo lo crean todos, incluidos los que no lo han vivido nunca”

El “no-lugar” es un término acuñado por el antropólogo Marc Augé para referirse a los espacios que habitamos momentáneamente, en los que no se nos permite ser en nuestra totalidad: no predisponen a la pertenencia ni al arraigo porque están configurados para lo contrario, para dejarnos ir. Son escenarios de tránsito, de ocupación provisional: aeropuertos, autopistas, restaurantes de comida rápida, hoteles... Emplazamientos momentáneos que no están diseñados para generar confort, pues eso invitaría a quedarnos… y el no-lugar es un espacio en el que, por definición, nadie debería de permanecer más tiempo del oportuno.
La oferta gastronómica en los no-lugares también merece un análisis. La comida de un hospital, la del aeropuerto, las vitrinas de la estación de servicio: propuestas disfrazadas de empatía que, aunque cumplen el efecto calmante deseado cubriendo la necesidad de ingesta momentánea (el hambre que se da en los no-lugares puede ser un tanto primitiva e impulsiva), nadie en su sano juicio desearía convertir en rutinarias.
Hace ya casi nueve meses, entré en un no-lugar que me era desconocido hasta el momento: se llama embarazo. De exclusivamente femenino, reúne algunas de las cualidades fundamentales que permiten identificar a los no-lugares: es un espacio de tránsito, cuya razón de ser es la de llevarte a otro sitio y donde, por muy buena que sea la experiencia vivida, me temo que nadie querría quedarse indefinidamente. El embarazo es una suerte de pasaje que conduce a otra vida (en sentido literal, además): un lugar en el que es mejor no acomodarse —no es que sea muy difícil— porque, como máximo, en nueve meses te invita a hacer check-out. El embarazo, como buen no-lugar, posee también unos códigos alimentarios reconocibles. Más que códigos podríamos hablar de restricciones, una lista de noes: no al queso de leche cruda, no al café (al menos, no a mucho), no al pescado si es alto en mercurio, no al huevo poché, no a las carnes poco hechas, no al vino, no al embutido… Lo más alienante es que la lista de alimentos prohibidos responde a las necesidades de alguien a quien la persona que ejecuta la ingesta todavía no conoce, que habita dentro de su cuerpo y que se nutre (o por el contrario, se ve perjudicado) del material digerible que esta decide volcar en su interior.
A la lista de negativas alimentarias se le suma una serie de cambios de conducta, como si desde el estómago, el no-lugar fuese apoderándose de la mujer que lo habita: náuseas, antojos, acidez, aversiones extrañas, hambres inexplicables, predisposición hormonal al azúcar, estreñimientos inoportunos. El estómago toma el control de tu vida. Por si la experiencia descrita resultase ser fácilmente gestionable, aún cabría añadir una última capa de complejidad: el manual de uso. Una suerte de libro de carácter público que recoge las pautas que toda embarazada debería de seguir para garantizar su bienestar: comer más, sí, pero tampoco por dos (no podría contabilizar las veces que he escuchado esto en los últimos meses). Comer menos, pero varias veces al día para evitar el reflujo. Beber mucha agua, comer mucha fibra. La lista es interminable y funciona como una especie de Wikipedia, cuyo contenido se engrosa gracias a la contribución colectiva, pues incluso quienes nunca lo han experimentado, también hacen su aportación. El embarazo, muchas veces definido como lugar de encuentro y desencuentro, de refuerzo y de alienación, de paso, de crecimiento, de cambio, de evolución… Pero si alguien me pregunta, destacaré que el embarazo también es una matrioska estomacal.
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