Trump se refleja en el espejo autoritario de Bukele para cumplir su plan de deportar a un millón de personas en un año
La presión por cumplir metas de arrestos a migrantes está favoreciendo la vulneración sistemática de los derechos humanos como pasa en El Salvador


Donald Trump y Nayib Bukele son innegables aliados, pero además de enviarle a su cárcel de máxima seguridad varios centenares de migrantes venezolanos acusados sin apenas pruebas de ser pandilleros del Tren de Aragua, el estadounidense se ve reflejado en el espejo autoritario del salvadoreño cuando despliega su maquinaria para cumplir la promesa de la mayor deportación de la historia. Tanto en El Salvador como ahora en Estados Unidos, el respeto a los derechos pasa a un segundo plano cuando hay que mostrar “resultados”.
Trump apenas llevaba tres días de vuelta en la Casa Blanca cuando la primera denuncia de una detención irregular salió a la luz. En la tarde del 23 de enero, en una redada en una pescadería de Newark (Nueva Jersey) agentes migratorios arrestaron a un ciudadano estadounidense latino sospechando que era un inmigrante ilegal: los oficiales no creyeron en la autenticidad de su identificación oficial como veterano de las fuerzas armadas. El hombre fue puesto en libertad rápidamente, pero en los meses siguientes los casos de detenciones y deportaciones irregulares o ilegales se han ido multiplicando y han copado titulares a la vez que escalan en los tribunales.
El presidente llegó a hablar en campaña de expulsar hasta 20 millones de personas —a pesar de que el número oficial de indocumentados en el país es de unos 11 millones—. Una vez en el poder, si bien las cifras han disminuido, el mensaje no ha cambiado demasiado. Tras unas primeras semanas en las que los números de detenciones y deportaciones no estaban cumpliendo las expectativas de la Casa Blanca, Trump y los oficiales de su istración hablan ahora de manera casi obsesiva de deportar un millón de personas en un año, según diversos reportes. La presión por cumplir ese objetivo se tradujo en la asignación de una cuota diaria de detenciones. De acuerdo al Washington Post, cada oficina del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) tiene la orden de hacer 75 arrestos diarios y los jefes de cada oficina serían directamente responsables si no se cumplen. A nivel nacional esto equivale a unas 1.500 detenciones cada día.

Para los observadores, como Juan Pappier, subdirector de la División de las Américas de Human Rights Watch (HRW), la situación resulta muy familiar. “Es una política peligrosa, hay sobrados ejemplos a nivel global de que estas políticas de cuotas sin salvaguardas pueden producir ‘errores’ que tienen un enorme costo humano, como detenciones arbitrarias o deportaciones que no siguen el debido proceso. Es similar a lo que se ha visto en otros países de la región, como en Colombia con los falsos positivos, donde se premiaba a los soldados y a las unidades por reportar bajas enemigas en combate; o, más recientemente, en El Salvador, donde hay cuotas que establecen la cantidad de personas que debe arrestar la policía por semana”, dice Pappier, que hace hincapié en que esto genera una cultura en la cual alcanzar los objetivos cuantitativos por los cuales están siendo evaluados se vuelve la prioridad de los agentes y erosiona el respeto a los derechos.
El paralelismo con El Salvador es el más claro. Tras la declaración del estado de excepción el 27 de marzo de 2022 y 38 prórrogas consecutivas que lo mantienen en vigor hasta la fecha, el gobierno de Bukele ha arrestado a más de 80.000 personas, según sus propias cifras.
Los detenidos —un poco más del 1% de la población total del país— se supone que son pandilleros, pero en las denuncias de arrestos arbitrarios y erróneos que incluyen a menores de edad o personas con discapacidades, algunos de los cuales han muerto en custodia, así como también opositores acusados de ser criminales, se estiman más de 6.000 instancias de violaciones de los derechos humanos. Estas numerosas acusaciones por parte de ONG, movimientos de víctimas o mecanismos regionales e internacionales se enfrentan a un muro de “silencio, indiferencia y opacidad” que consolida “un modelo de represión e impunidad”, de acuerdo a un informe de Amnistía Internacional publicado cuando se cumplieron mil días de estado de excepción.

En Estados Unidos, Donald Trump declaró el estado de emergencia nacional en la frontera con México en su segundo primer día como presidente. Esto agrandó sus capacidades de actuar, al liberar fondos de defensa y al ejército para cumplir algunas tareas migratorias. Además, junto con la primera ley aprobada por el Congreso del ciclo actual, disminuyó los derechos de los detenidos en el marco de la emergencia migratoria declarada y amplió los delitos por los cuales un migrante puede ser deportado si juicio, que ahora incluyen hasta faltas de tráfico menores. En los tres meses y medio desde entonces, el gobierno estadounidense ha dicho, sin mostrar pruebas claras, que ha arrestado a más de 100.000 migrantes acusados de ser, bajo los nuevos criterios, criminales inmigrantes indocumentados.
Sin embargo, al igual que en El Salvador, las denuncias y demandas no se han hecho esperar. En cortes a lo largo del país, grupos de derechos civiles y víctimas han interpuesto demandas para detener los arrestos masivos que han atrapado, de acuerdo a las acusaciones, a personas inocentes, refugiados protegidos, ciudadanos estadounidenses, e incluso menores de edad con cáncer. Ante la avalancha judicial, el gobierno ha desafiado órdenes de jueces de cortes menores, y ha amagado con hacer lo mismo frente al Tribunal Supremo si este se pronuncia en contra de sus medidas. En caso de desacatar a la corte más alta de la nación, una crisis constitucional se desataría y pondría en riesgo el orden institucional de la democracia más poderosa del mundo.

Para Noah Bullock, director ejecutivo de la organización salvadoreña de defensa de derechos humanos Cristosal, la base de estos paralelismos autoritarios se encuentra en el plano dialéctico. “El eje principal es la instalación de la narrativa y la idea de un enemigo interno: que existe una sociedad y, dentro de ella, grupos que son amenazas y no deberían ser protegidos por las leyes. Ese ha sido el marco jurídico y filosófico del régimen de excepción en el Salvador. Y durante la campaña presidencial Trump escaló el discurso anti-migrantes al discurso de amenaza, incluso a la seguridad nacional”, ahonda el estadounidense afincado en El Salvador.
En la práctica, esto se ha traducido en las cuotas de detención diarias, que a su vez ponen en riesgo el respeto a las leyes y los derechos fundamentales de las personas. Bullock lo pinta como un camino resbaladizo. “En El Salvador hemos visto los números ampliándose. Primero eran 10.000 que debían ser detenidos, después 20.000 y ahora el gobierno dice que son 85.000, pero de repente un ministro dice que aún falta capturar unos 7.000 más. Entonces el tema de cuotas es más emocional, para generar esa idea de grupos de enemigos que amenazan. Creo que esa es la lógica clásica en escenarios de violaciones masivas de derechos humanos: primero vienen por un grupo estigmatizado y luego se expande cada vez más y más personas”.
En el caso de Estados Unidos todavía es pronto para hablar de ese tipo de expansión, aunque las detenciones y revocaciones de visas de estudiantes universitarios extranjeros podrían ser vistas como una primera ampliación de los objetivos del aparato represivo. Por ahora, la cuestión es la repetida y sistemática vulneración de derechos fomentada por unos objetivos numéricos muy elevados. “El criterio de evaluación no puede ser solamente un número. Si lo es, el mensaje que se envía a los funcionarios es que lo único que importa es detener gente y no importa quiénes son o si son detenidos de forma adecuada”, concluye con cautela Pappier, a pesar de ser consciente de cuál suele ser la ruta cuando este es el primer paso.
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