Después de Lagos y Bachelet: la compleja ruta del progresismo
Quienquiera que se transforme en el candidato único de todas las izquierdas, no podrá soslayar la tarea de construir una síntesis entre el ‘laguismo’ y el ‘bacheletismo’

Qué duda cabe: la convergencia en una sola candidatura presidencial del socialismo democrático para las elecciones primarias de junio ha sido traumática. Este trauma no se explica fácilmente. Poco tiene que ver con la legítima aspiración truncada a ser candidata de la presidenta del Partido Socialista (PS) Paulina Vodanovic, y nada tiene que ver con diferencias ideológicas irreconciliables (además de imaginarias) entre el PS y el Partido por la Democracia (PPD), los dos principales partidos del mundo socialdemócrata, a los que se suman el Partido Radical y el Partido Liberal. La candidata ungida por socialistas, radicales, liberales y pepedés, Carolina Tohá, es el resultado tortuoso de una controversia no resuelta tras los gobiernos de Ricardo Lagos (2000-2006) y Michelle Bachelet (2006-2010 y 2014-2018). Es cierto que en esta selección de una candidatura única ha jugado un papel la vida interna del PS, cuyo chauvinismo alcanzó límites insospechados. Pero el chauvinismo no lo explica todo: hay corrientes culturales en tensión que lo han animado.
Este es el momento de arrojar luces sobre lo que pocos quieren hablar: dos formas de entender el reformismo socialdemócrata, uno más intelectualizado que el otro, y el otro mucho más conectado con la subjetividad de izquierda cultural.
El gobierno de Ricardo Lagos se instala en un momento de hegemonía ideológica de lo que se conoció como la Tercera Vía. Ese era el tiempo en el que gobernaba Tony Blair en el Reino Unido (1997-2007) y Gerard Schroeder en Alemania (1998-2005), mientras Massimo d’Alema dirigía el gobierno de Italia (1998-2000). Es importante entender la naturaleza y el alcance global del expresidente Ricardo Lagos: su sintonía con los vaivenes de la socialdemocracia era irable, lo que lo llevó a ensayar un equivalente sudamericano de la Tercera Vía europea, lo que se tradujo en el trío ABC (Argentina bajo de la Rúa, Brasil con Fernando Henrique Cardoso y Chile con Ricardo Lagos).
¿Qué es lo que unificaba, o si se quiere establecía un hilo conductor entre la Tercera Vía y el gobierno de Ricardo Lagos? En primer lugar, una clara conciencia de la crisis que comenzaba a vivir la socialdemocracia como forma de gobierno y como proyecto, al disolverse las condiciones históricas de posibilidad de la socialdemocracia clásica que se originó en las “treinta gloriosas” (1945-1975) y sus derechos sociales universales: crisis intelectual y política del keynesianismo, fin del pleno empleo y del crecimiento sostenido, colapso del pacto social que caracterizó a este periodo. Es sorprendente que esa ruptura con el pasado se haya producido con la complicidad de la socialdemocracia, Consenso de Washington mediante: fue tal la perplejidad da las izquierdas que sucumbieron al espíritu de una época.
Pese a este contexto histórico hostil, el presidente Lagos logró impulsar políticas redistributivas y de goce universal de derechos sociales: prueba de ello es esa notable política pública en materia de salud que se conoció como AUGE (Plan de Universal a Garantías Explícitas), el que descansa (hasta el día de hoy, aunque con varias modificaciones de por medio) en la satisfacción de un conjunto cada vez más numeroso de patologías, con protección y subsidio económico del Estado, tanto en la red de salud pública como privada. Sin duda, esta es la política que mejor caracteriza al gobierno del presidente Lagos, cuya naturaleza socialdemócrata supuso convencerse de que la satisfacción de los derechos sociales (en este caso en salud) puede alcanzarse mediante agencias e instituciones privadas. Son varias las políticas que fueron impulsadas bajo este mismo paradigma, como por ejemplo en materia de concesiones, en donde el Estado delega en el sector privado funciones de ejecución sin renunciar a su propiedad.
No muy distinto fue el primer gobierno de Michelle Bachelet.
Es esta sociedad público-privada que produjo una grieta al interior de las izquierdas, en donde la izquierda comunista y posteriormente frenteamplista, vio una claudicación de un proyecto de transformación ante el imperio del mercado.
Si Ricardo Lagos representa el crecimiento económico y la aspiración al progreso mediante una colaboración virtuosa entre Estado y mercado, Michelle Bachelet encarna la búsqueda del bienestar a través de la provisión pública de derechos y de un sistema de seguridad social fortalecido. Hablar del segundo gobierno de Bachelet (el primero fue una gran continuidad con el de Lagos) exige recordar que la exitosa trayectoria de la centroizquierda, que por dos décadas condujo al país por la senda del desarrollo, había llegado a su fin. No solo la centroizquierda enfrentaba una profunda crisis de legitimidad política debido a los escándalos de financiamiento irregular y la indebida influencia del sector privado en el proceso legislativo (la ley de pesca terminó con el exsenador de derecha Jaime Orpis en la cárcel), sino que además faltaba una reflexión ponderada sobre lo obrado y gobernado entre 1990 y 2010. La segunda victoria de Michelle Bachelet en 2014 dilató el surgimiento de una forma de pensamiento reflexivo sobre lo que se hizo y no se pudo hacer… hasta hoy.
La célebre frase del presidente Aylwin sobre “la medida de lo posible” de todas las cosas (desde hacer justicia hasta gobernar), se transformó en el símbolo de la supuesta renuncia de la socialdemocracia a la transformación profunda del país y a la superación del neoliberalismo. Con el paso del tiempo, la izquierda comunista avanzaba electoralmente, ganando protagonismo como referente de un nuevo proyecto político. A su vez, inspirados por lo que sucedía en España con “Podemos”, emergía en Chile una nueva izquierda con liderazgos como Gabriel Boric y Giorgio Jackson, amenazando al Partido Socialista en lo más esencial: la disputa por el timbre que describe el horizonte de sentido de cualquier izquierda, el socialismo. La gran virtud de Michelle Bachelet fue sintonizar tanto con los viejos como con los nuevos actores, convocando a una nueva plataforma política: la Nueva Mayoría.
En su segundo gobierno, no solo hubo un reconocimiento de las frustraciones de la izquierda por no haber producido los cambios que hubiesen satisfecho su ideario (mediante una crítica tácita a los gobiernos de la Concertación, dejando de lado la pregunta por el realismo de las cosas). Se trató de un liderazgo presidencial con excepcional capacidad para sintonizar con una subjetividad de izquierdas más cultural que política, en un país cuya sociedad se había transformado en una cuna de clase media, muy influida por el imaginario de las oportunidades que prevalecía en Estados Unidos y Europa, lo que provocaba dudas sobre lo que ser de izquierda quiere decir. Las políticas públicas de su segundo gobierno se inscriben en una nueva subjetividad, casi post-material: gratuidad en la educación superior, una agenda ambiental que no subordinara todo al crecimiento económico, aborto en tres causales, y la convicción de que no bastaba con seguir reformando la Constitución, sino que era necesario reemplazarla.
El segundo gobierno de Michelle Bachelet fue, en términos generales, la reivindicación de todo aquello que por hacer las cosas “en la medida de lo posible” se había postergado. También marcó el inicio de la idea de que las nuevas tendencias del progresismo y las agendas posmodernas ya no podían ser representadas exclusivamente por la izquierda tradicional, sino que requerían una nueva expresión, una que recayera en las nuevas generaciones, muchas veces hijas e hijos de la vieja guardia concertacionista.
¿Es necesario tomar partido por una de estas dos visiones del socialismo democrático en Chile? ¿Habría sido posible una sin la otra? Estas preguntas han rondado por años, como un espectro, en los círculos del socialismo democrático.
Podría pensarse que el ‘laguismo’ y el ‘bacheletismo’ son corrientes hijas de su época y por ello distintas. En cierto sentido lo son, pero se inscriben en una historia general de las izquierdas: si el norte constante fue conciliar el crecimiento económico con el progreso, bienestar y la reducción de la desigualdad, las rutas escogidas no fueron siempre las mismas. Es esta divergencia lo que resuena detrás de la disputa por elegir un candidato único de las izquierdas en elecciones primarias.
Quienquiera que se transforme en el (o la) candidato único de todas las izquierdas, no podrá soslayar la tarea de construir una síntesis entre el ‘laguismo’ y el ‘bacheletismo’. La complejidad de la tarea es importante: no hay ninguna garantía de que esa síntesis sea posible. Ganar una elección no exime de la responsabilidad, política e intelectual, de dejar definitivamente atrás una disputa estéril.
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