El Barça vive sin reloj
Los azulgrana juegan a base de atracones, sin mirar el marcador ni la hora, como si abriesen la carta y comenzasen a encargar todos los platos del restaurante y solo pidiesen la cuenta cuando cierra la cocina


Tengo un amigo que no lleva reloj. Durante una época, se metía en el bolsillo uno de esos viejos teléfonos, pequeños, con pantalla en blanco y negro, con una tarjeta recargable sin Internet. Como los que llevan los traficantes para que no localicen sus llamadas. O como el que llevaba Carlos Boyero. Llegaba tan tarde a todas las modas que siempre terminaba siendo el primero de la siguiente. Pero desde hace un tiempo ya ni siquiera sale de casa con ese aparato. Es difícil localizarlo, quedar con él. Te lo tienes que encontrar, o llamarle a casa de sus padres, donde pasa la mayoría del tiempo. Pero lo más interesante es que una vez cierra la puerta y atraviesa el portal, ya no sabe cuándo va a volver. Mi amigo no especula con la vida, defiende, y solo regresa cuando está cansado. Salir con él por la noche es una aventura tan fascinante y arriesgada como ver un partido del Barça de Hansi Flick.
Últimamente, da la sensación de que los resultados del Barça dependen de algo tan aleatorio como el final de una cuenta atrás a la que nadie atiende. Es como si jugara todo el partido sin mirar el marcador ni el reloj, como si abriese la carta y comenzase a encargar todos los platos del restaurante y solo pidiese la cuenta del banquete cuando cierran la cocina. No hay ninguna especulación, es todo imprudencia, diversión, exceso. Un atracón, algunas veces mortal. Como en La grande bouffe (1973), aquella película de Marco Ferreri en la que cuatro amigos, Michel Piccoli, Marcello Mastrioani, Ugo Tognazzi y Philippe Noiret, comían hasta palmarla. O como el de Milán contra el Inter el otro día.
No está claro cuánto bueno dice del trabajo táctico del entrenador, que itió el domingo sufrir demasiado con su equipo, pero es apasionante como espectador. E intuyo que no solo para los aficionados culés. 95 goles en la Liga. 16 goles a favor en cuatro partidos contra el Real Madrid. 57 goles anulados por fuera de juego del rival con el VAR. Lamine Yamal ha regateado con éxito 144 veces, y casi siempre levantando del asiento a la gente. Ocho remontadas, tres contra el Real Madrid en los cuatro partidos que han jugado. Es como si estuvieran en el recreo, como si el resultado fuera lo de menos y todo el plan consistiese en intercambiar golpes, a ver quién pierde antes el equilibrio. Así no se gana la Champions, titulaba el otro día un periódico deportivo. Pero se gana a la grada.
No hay estilo de juego tan acorde con el carácter de un presidente intuitivo, compulsivo, creativo, excesivo y, muchas veces, profundamente irresponsable. Este Barça es también un reflejo de la tormenta del palco, del hombre cuya personalidad ha sido un antídoto perfecto para sacudir a un club y un entorno en profunda depresión cuando regresó a la presidencia con aquella pancarta de 50 metros colgada en la Castellana. “Ganas de volver a veros”. La imagen de Joan Laporta abrazando ahora al rapero Travis Scott en el palco después de que este le hiciera una reverencia, como dos colegas después de una gamberrada, es también un reflejo de esa nueva exuberancia con la que ha contagiado al equipo su presidente. Otro que tampoco se ponía el reloj para salir de casa.
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