La palabra primicia
En estos tiempos de información ubicua, acelerada, es todavía más difícil: no saber requiere un gran esfuerzo


Ojalá la palabra primicia significara la primera que acaricia: suena tan bonito. Es más, seguro que podríamos encontrarle una etimología por ahí —que así son las etimologías. Pero parece que no: que en realidad viene de primitiae, los primeros frutos de la cosecha o la crianza, que aquellos pueblos supersticiosos que creían en dioses ofrecían a sus dioses.
(Las culturas supersticiosas se dividen entre aquellas que creen que engañan a sus dioses y las que creen que sus dioses las engañan. Los griegos, por supuesto, como los hebreos, eran de las primeras. Entonces decidieron que lo que sus dioses preferían del asado era el olor y el humo y se los ofrecían generosos mientras ellos se comían la vaca.)
Pero no es por eso que la conocemos. Últimamente, en castellano, una primicia es una noticia que alguien da antes que nadie. En inglés se llama scoop, que viene a ser una cuchara gorda; en francés se llama scoop, que viene a ser una palabra inglesa. Pero, en cualquier lengua, muchos periodistas siguen deseando una primicia más que casi nada. Y no es fácil: no solo por la circulación inmediata de tanta pavada sino, sobre todo, porque ya no se sabe bien qué es lo que hace que algo sea una primicia.
Parece claro que debe ser algo que alguien publique antes que nadie, y eso se ha vuelto más y más difícil en tiempos en que todo rueda tan veloz que la mayor diferencia pueden ser minutos. La primicia ya no es algo que te salta a la vista. Es, en verdad, un aparato raro, construido con mucho tiempo y esfuerzo para que estalle de pronto. Pero también debe ser algo que interese a muchos o a bastantes: que muchos crean que debían saberlo. Fue porque esta condición no se cumplió, supongo, que la mayor primicia del siglo XX nunca consiguió serlo.

The Daily Telegraph era un diario conservador inglés fundado en 1855. Los conservadores gobernaban el Imperio y al periódico no le iba tan mal aunque, por falta de papel, sus ediciones durante la Segunda Guerra tenían solo seis páginas. La noticia, sin embargo, podría haber aparecido en la primera o en la última, pero fue a parar a la página 5, en un costado, dos pequeñas columnas, y un título que apenas se veía: “Alemanes asesinan a 700.000 judíos en Polonia”. El subtítulo decía “Cámaras de gas portátiles” y el texto empezaba hablando de “la mayor masacre en la historia de la humanidad” y ofrecía detalles de los muertos en distintas ciudades y de cómo un plan general de hambre mataba tanto como el gas —que, sin embargo, decía el diario, “asesinaba a unos 1.000 judíos cada día”.
Era sin dudas la mayor masacre, ya llevaba unos meses, continuaba, y Occidente no la conocía: una primicia con cientos de miles de víctimas. La noticia había llegado al Telegraph a través de Szmul Zygielbojm, un miembro judío y socialista del Gobierno polaco en el exilio que la recibió de una red de resistentes que se jugaron la vida para comunicarla.
Pero no le importó a nadie. El famoso The New York Times la reprodujo días más tarde en la página 6, tipografía modesta, con una serenidad muy cercana al desprecio; su portada de ese día destacaba que el gobernador de Nueva York había decidido que mientras hubiera guerra no jugaría al tenis, y donaba sus zapatillas para el gran esfuerzo.
Zygielbojm tampoco lo podía creer. A principios de 1943 consiguió unos minutos en una radio de la BBC: “Será una vergüenza seguir viviendo”, dijo, “si no damos ningún paso para detener el mayor crimen de la historia de la humanidad”. Tres meses más tarde la rebelión del gueto de Varsovia fue reprimida con más muerte: allí cayeron su mujer y su hijo. Días después Zygielbojm se mató con amobarbital. La nota que dejó decía: “Mis camaradas en el gueto cayeron con las armas en la mano en su última, heroica batalla. Yo no pude caer como ellos, con ellos, pero debo estar a su lado en la fosa común. Con mi muerte quiero expresar mi más profunda protesta contra la inacción del mundo que observa y permite la destrucción del pueblo judío”.
Entonces, miles de periodistas y millones de personas no quisieron saber. Ahora, en estos tiempos de información ubicua, acelerada, es todavía más difícil: no saber requiere un gran esfuerzo. El cambio es proporcional: esconderse de la realidad exige más trabajo, pero hemos construido más y más refugios, más y más distracciones, más y más mentiras. Aquella vez, gracias a la primicia que no fue, el mundo pudo haberlo sabido un año antes, si acaso intervenir —y la diferencia habrían sido millones de vidas. Pero eran sudaneses, yemenitas, congoleses, palestinos. Ah no, perdón, eran judíos.
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