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TRIBUNA
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Lágrimas en la lluvia: un rodaje con Gérard Depardieu

Su seguridad se afirmaba en la humillación y el miedo del otro. No se me olvidarán nunca los gritos de una muchacha en Costa Rica

Ilustración de Quintatinta para la tribuna 'Lágrimas en la Lluvia' de Achero Mañas, 21 de mayo de 2025.

En esta profesión todos somos conscientes de que un día puede llegarte una oportunidad. Y eso exactamente es lo que me ocurrió en el año 1992. Una tarde de primavera, después de hacer una prueba, sonó el teléfono y me dijeron que me habían seleccionado para trabajar como actor en el rodaje de la película 1492: la conquista del paraíso. ¿Qué posibilidades había de que un chaval como yo fuera elegido para participar en un proyecto de esas características? Muy pocas, la verdad. Pero en esa ocasión el caprichoso destino había reservado esa ilusión para mí. Así que meses después, comencé a trabajar a las órdenes de Ridley Scott, uno de mis más irados directores de cine, compartiendo proyecto con algunos actores y actrices de la talla de Sigourney Weaver, Armand Assante, Fernando Rey, Ángela Molina y Gérard Depardieu.

Hoy, 33 años después, una noticia en el periódico me ha devuelto el recuerdo de esa maravillosa e inolvidable experiencia cinematográfica. Y me ha hecho pensar que, en la luz de la aventura en donde todo parece brillar, también hubo sombras que permanecen imborrables. Una de aquellas sombras fue, sin duda, Depardieu. Mi primer o con él se produjo en la caravana de maquillaje en el rodaje de la parte española. Recuerdo que, ya en esa primera ocasión, me sentí incómodo. El placer de conocer a uno de mis irados actores se convirtió en una experiencia decepcionante.

Y lo triste es que continuó siendo así en la mayor parte de los momentos en que coincidimos ya fuera dentro o fuera del estudio. La actitud del actor fue continuamente provocadora. Un día sí y otro también, Gérard te colocaba en una especie de alambre muy fino que te invitaba a atravesar, jugando con la posibilidad de una caída de consecuencias imprevisibles. Yo conocía ese juego; lo había vivido en las calles de mi barrio. Un chaval de Carabanchel maneja perfectamente esos códigos. Se trata de tantear, provocar, crear situaciones límite, para más tarde, según la respuesta, decidir si eres o no aceptado en el grupo. Pero, en el caso del actor francés, había solo una ubicación posible, como luego comprobamos algunos. Un espacio de dominio absoluto que iba más allá de la jerarquía profesional o de un determinado código urbano.

Ese juego calculado tenía un solo sentido: ejercer poder sobre ti, hacerte sentir incómodo, amenazado. Su seguridad se afirmaba en la humillación y el miedo del otro, en su absoluto control. Lo sufrían por igual mujeres y hombres. Su actitud la disculpaban muchos por la enorme responsabilidad de un rodaje tan complejo; otros atribuían sus provocaciones a su técnica actoral, algunos lo achacaban a su origen humilde, a su dura y complicada vida pasada. En definitiva, siempre había una justificación para aceptar su controvertido y en muchos casos inaceptable comportamiento.

De todos los recuerdos que guardo de él, me viene a la memoria uno que me ha perseguido durante todos estos años. Una noche, durante el rodaje en Costa Rica, fui a visitar a mi amigo Steven Waddington al hotel donde se hospedaba la mayoría del equipo artístico. Hacía un calor sofocante. Loren Dean practicaba con su guitarra acústica tratando de sacar una canción. Steven y yo escuchábamos con inquietud la melodía sentados sobre las hamacas, muy cerca de los actores Kevin Dunn y Tchéky Karyo, que también habían bajado a tomar algo para descansar y relajarse un poco. Pero nadie podía hacerlo. En realidad, todos estábamos pendientes de Gérard Depardieu y poco o nada de la música de Loren, que entre acorde y acorde, tampoco le quitaba ojo al actor. El hombre, completamente ebrio, rodeaba caminando la piscina con la cabeza gacha. Su pelo largo y lacio tapaba su rostro, del que asomaba, a través de sus mechones empapados por el sudor, su enorme nariz moqueante. Encorvado, sin apenas poderse tener en pie, babeaba abundantemente emitiendo sonidos guturales y palabras ininteligibles. La imagen era desconcertante. Podías percibir el sufrimiento de una persona enferma y atormentada. Sus gestos recordaban a los de un animal desorientado, herido.

Y seguramente eso es lo que era. El emblemático actor de películas como Novecento, Cyrano de Bergerac y La mujer de al lado siguió dando vueltas alrededor de la piscina hasta que decidió detenerse. Abrió entonces las cortinas de su pelo sudoroso y con determinación se abalanzó a la barra del bar exterior del hotel. A continuación, la agarró con furia y amenazó con follarse a la joven camarera que la atendía. La chica, aterrorizada, gritó pidiendo auxilio viendo que el actor, con su enorme fuerza, desencajaba la enorme estructura que les separaba. Varios de los que estábamos allí agarraron a Gérard que, amenazante, continuaba diciéndole obscenidades a la pobre criatura. Una chica de cara infantil que, tras el ataque, temblaba y lloraba desconsoladamente. Lo hacía porque era consciente de que aquello no era ninguna broma. Era una amenaza real. No formaba parte de una actuación.

Como tampoco había sido una actuación romperle la nariz de un cabezazo al chico que cuidaba las cocinas del complejo hotelero. Todo por no dejarle pasar a las cocinas a altas horas de la madrugada. Ni tampoco actuaba cuando le tocó las tetas a una chica en una discoteca de Jacó Beach delante de su novio, dejándonos a todos perplejos. Aquella noche, por cierto, esa actitud demencial y depredadora, parecida a la que había tenido en el hotel, desencadenó una pelea de la que salió mal parado. Al día siguiente tuvieron que suspender algunos planos previstos del rodaje porque amaneció con la cara hinchada. Los ticos eran gente pacífica, pero tenían un límite.

Gérard Depardieu ha declarado durante el juicio “que una agresión sexual es algo más que tocar el culo”, y ha negado categóricamente ante el juez las agresiones sexuales por las que ha sido condenado: “No veo por qué tocaría a una mujer. No soy un sobón del metro”. Depardieu no es, en efecto, un impresentable sobón de metro. Es algo más. Muchos de los que estábamos en aquel rodaje, incluido el director Ridley Scott, fuimos testigos. Yo no sabría decir con seguridad cuál era su problema, como tampoco sabría explicar por qué actuó como actuó en el rodaje de la película. Si fue por una mala gestión de su fama, por su compleja y dura infancia, por otras razones que se me escapan, o por una mezcla de todas ellas.

No lo puedo saber, como tampoco lo sabían otros compañeros cuando se lo preguntaban. Desconozco las historias de las mujeres que han denunciado y por las que ha sido condenado. Pero, eso sí, nunca olvidaré los gritos aterradores de esa muchacha costarricense. Mi recuerdo sigue hoy igual de vivo e imborrable; no se ha perdido nunca. Como tampoco se han perdido ni se perderán los momentos denunciados en la memoria de las mujeres que han acudido a la justicia… ni siquiera como lágrimas en la lluvia.

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